De hecho, el término latino autumnus (o en la otra forma posible, auctumunus) describe esto: un tiempo de crecimiento, una época propicia para la abundancia y la maduración, una espléndida cartografía (de cromatismos, de formas naturales, de olores…) capaz de inspirarnos en la aventura, siempre reanudada, de vivir. En el otoño, asistimos a la exposición que la naturaleza hace de sus metamorfosis, expresando en esa danza de cambiantes colores su indomable deseo de existir. Este espectáculo de la transformación dialoga con los cambios que nosotros mismos experimentamos y que no siempre sabemos conducir. Para ser los mismos, para profundizar en lo que somos, tenemos que cambiar muchas veces. El otoño –ese laboratorio de la vida táctil– nos exhorta y nos consuela. No es casualidad que el símbolo del otoño sea una cornucopia desbordante de frutos de toda especie.
Recuerdo lo que la escritora Marguerite Yourcenar contó, de cómo fue fundamental para ella la lección del jardinero que le hizo entender que solo en el otoño nos damos cuenta del verdadero color de la vida. El color no es la piel que rodea la superficie, sino la lenta expresión de una verdad interior. El otoño es una invitación a su contemplación. Pero para eso –y es también un desafío otoñal– necesitamos reencontrar el silencio, la concentración, los caminos despoblados y la propia soledad que nos calma. Necesitamos ponernos una chaqueta, las viejas botas en los pies y salir, sin olvidar la importancia de hacer paradas, para entrar en una pausa que nos ayude a descubrir, bajo el paisaje cubierto de hojas, el latido intenso de la vida.