«DEL RADICALISMO A LA RADICALIDAD»

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(Damián M. Montes). Muchos expertos coinciden en señalar que vivimos en una “sociedad líquida”, que los fundamentos sociales que se reconocían décadas atrás como pilares sólidos, ahora se convierten en bases cambiantes, menos estables, con numerosos aspectos positivos, pero también, con algunos negativos. Por ejemplo, indican que a este tipo de sociedad le acompaña una sensación de vértigo que se produce naturalmente cuando todo parece tambalearse.

Esa sensación de inestabilidad será, precisamente, una de las causas que favorezca el radicalismo en cualquiera de sus formas: político, religioso, científico, social, deportivo… Digamos que el radicalismo se cuela en la vulnerabilidad, ofreciendo seguridades absolutas a aquellos que buscan un suelo firme. Sin embargo, es siempre enfermizo. Surge del pánico, busca la expulsión de lo distinto y se convierte en una trampa seductora que manejan a la perfección líderes, también religiosos, mediante las malas artes de la demagogia.

Me preocupa que algunos jóvenes en búsqueda se aferren a las seguridades que ofrecen ciertos movimientos eclesiales. A menudo, se sienten más seguros en aquellos grupos que presentan normas, actitudes o pecados perfectamente definidos que en el ejercicio de la conciencia, del juicio crítico o de la voluntad. Quizá desconocen que el Evangelio no propone demasiadas seguridades, sino certezas que hay que ir descubriendo y asumiendo poco a poco en el proceso de la vida mediante el encuentro personal con el Señor.

Creo que es urgente trabajar el paso del radicalismo a la radicalidad evangélica. El radicalismo, que se manifiesta con absoluta claridad a los jóvenes diciéndoles lo que tienen que hacer o para ser “buenos cristianos” o para salvarse, no les construye como personas ni como creyentes. La radicalidad evangélica, en cambio, manifiesta un descubrimiento personal que madura desde lo más profundo, que se abraza desde la raíz de la persona y la transforma, positivamente, en testigo de resurrección. Lo primero surge del miedo y se nutre del menosprecio de los que no viven ese “estado de perfección” considerándoles perdidos, pecadores o malas influencias. Lo segundo surge del encuentro y genera en el corazón un vuelco necesario hacia la verdadera fraternidad. Nuestra tarea, en este cambio, se reduce a acompañar a los jóvenes enseñándoles a manejar su propia conciencia y a señalarles el lugar en el que puedan encontrarse con el Resucitado.