NÚMERO DE VR, JUNIO 2019

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Palabras «limpias»

Aunque se puede decir de muchas formas, parece evidente la necesaria transformación de las relaciones en la vida consagrada. Conscientes del exceso de funcionalismo, no acabamos de encontrar las claves de humanidad y normalidad para situar a la mujer y hombres consagrados como expertos y testigos de relaciones humanas y humanizantes. Es un anhelo porque también es una necesidad patente.

Se trata de hacer evidente que el  Espíritu no ha llamado a compartir vida y misión a incompatibles. Porque la docilidad al carisma abre vías de entendimiento, concordia, consenso y, hasta, unidad. Sin embargo, no es fácil interpretar qué es lo que nos está ocurriendo. Siempre, es verdad, podemos recurrir a unos cuantos rasgos generacionales sobre los que, más o menos, hay consenso a la hora de definir a la persona del siglo XXI.

Por otro lado, es afortunado seguir reconociendo la búsqueda verdadera del bien por parte de todos y cada uno de los consagrados. Nadie, con sentido de equidad, sostendría hoy que en la vida consagrada hay pobladores que buscan el bien y otros, no tanto. Asumimos, por el contrario, que es generalizado el deseo de vivir con coherencia con los valores asumidos, recibidos y profesados.

Hay además otra constatación. Las familias religiosas divididas están, literalmente, esterilizadas. Incapaces de propagar ningún signo de vida. Quizá en otros años hablásemos de un activismo desmedido, de un descentramiento social o de un desenfoque de los valores evangélicos. Hoy, por el contrario, la cuestión no es de acción, sino de centro; no es de propuesta, sino de sentido.

Estamos en tiempos de inauguración. Más o menos veladamente todos venimos a aceptar que la sucesión en el tiempo de signos de debilidad nos están conduciendo al alumbramiento de otra vida consagrada. Sin embargo, este paso es vivido en no pocas fraternidades más como duelo que como espera. Y, sin embargo, solo desde la esperanza se encuentra luz para salir de una encrucijada que, si bien, no tiene picos de agresividad, es letal porque se sostiene en una «melodía» constante de decadencia y muerte.

En los últimos años la vida consagrada ha producido un sinfín de buenas ideas. Una cadena de propuestas que insisten en el recuerdo más valioso y vital de la opción: Jesucristo sin glosa. La dificultad está en el oyente o receptor, en cada uno de nosotros al intentar vivirlo y compartirlo. ¿Basta la sencilla pertenencia a la fraternidad para que el ser humano desarrolle su felicidad personal? ¿Hay entre nosotros expertos en fraternidad y normalidad? ¿En nuestras relaciones, hasta dónde llega el afecto y dónde la funcionalidad? ¿Puede una comunidad construirse desde relaciones mediocres? ¿Pueden los consejos evangélicos ser vividos sin relaciones interpersonales en el seno de la comunidad?

Hemos encontrado una fórmula no hiriente para denunciar la debilidad de nuestros lazos. Resueltamente afirmamos que necesitamos «relaciones humanas y humanizantes». Y nos lo decimos a nosotros mismos que nos hemos consagrado para ser pasión por Cristo y pasión por la humanidad. Es –permítanme la licencia– una obviedad porque sin relaciones humanas y humanizantes no hay fraternidad, ni misión, ni consagración, ni fe… No hay vida.

El problema radica en la polisemia de las palabras y de las vidas. Hablamos un mismo idioma de consagración sin que las palabras nos lleven al mismo destino; sin que las vidas tengan las mismas urgencias y sin que las verdades ejerzan la misma fuerza. Es un problema que solo encontrará resolución desde la paciente escucha a cada uno. Porque ahí, en la conciencia y confianza que provoca saberte escuchado o escuchada, radica la capacidad para emprender un itinerario sinodal creativo y lúcido.

La búsqueda de salida a la situación de la vida consagrada además de una necesidad es todo un proceso de reforma que pasa, en primer lugar, por la escucha de cada persona no para confirmarla en «su razón», sino para devolverle la responsabilidad y dignidad que tiene como testigo de una vida que merece la pena. Por eso, el reto que anuncia vida es otro liderazgo que, dócil al Espíritu, se arriesgue a encarnar palabras limpias que contagien humanidad.