Soledad compartida

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Somos amigos de la transparencia. Pero necesitamos escenarios adecuados. No el escenario del tribunal, de la competitividad o negociación, ni del testigo curioso y chismoso. El ser humano sólo se vuelve transparente en el escenario de la amistad, de la hospitalidad ante la diferencia, de la cordialidad que nunca juzga ni condena.

En la transparencia el ser humano muestra toda su belleza interior, transmite su luz, aparece como ser creado a “imagen y semejanza de Dios”; también proyecta su zona de sombra y tristeza que lo vuelve enigmático y necesitado. La belleza de un ser humano transparente es siempre paradójica, mudable, zigzagueante. La transparencia nos hace asistir a un espectáculo que no se puede reproducir en una única fotografía, en una sola ficha; es más bien una secuencia de video, un obra teatral que se está realizando y no se culmina hasta la escena final.

 

Cuando alguien no es transparente conmigo, habré de preguntarme: ¿soy acaso yo el culpable? La transparencia nunca se da de una vez por todas. Se asoma tímida y cautelosa, si hay confianza se muestra y, al final, se libera; si desconfía –por inseguridad o maldad– se oculta de nuevo avergonzada, se retira triste, derrotada y humillada.

También en la vida religiosa quisiéramos todos ser transparentes: mostrarnos en nuestra auténtica verdad y belleza. Se consigue allí donde hay escenarios comunitarios adecuados: donde ser distinto no es una lacra, ni una causa de rechazo, ni un motivo de chismorreo; donde la misericordia prevalece sobre el juicio, donde se toman en serio las palabras de Jesús “no juzguéis y no seréis juzgados”, o lo de “quitar la viga del propio ojo antes que la paja del ojo ajeno”. Por eso, quienes bloquean los procesos de transparencia son aquellas personas que emiten juicios inmisericordes –motivados a veces por la envidia o la ira–, que niegan la diferencia y bloquean cualquier entendimiento con ella, que humillan, que chismorrean y difaman. Tal bloqueo acaba con la transparencia y la comunicación verdadera.

Al parecer son no pocas las comunidades en las cuales reina la opacidad. A veces, quienes las dirigen tienen cartas ocultas con las que juegan y bloquean la transparencia de las hermanas o hermanos; quienes las forman mantienen por temor y resentimiento muchos silencios, y para no sentirse de nuevo heridos optan por una comunicación superficial e intrascendente. ¡Qué pena de comunidades! Son hoteles de soledad compartida, pero no comunidades de Jesús!

La transparencia es la madre de las comunidades-signo. Es entonces cuando se puede exclamar: “¡Qué bello ver a los hermanos unidos!”. Esas comunidades son cuerpo de Cristo, templos del Espíritu, espacios en los que cada persona muestra la belleza de su transparencia.