El problema con el que hoy nos encontramos es que hay pocas casas donde las personas construyan comunión y, por tanto, donde la comunión construya a la persona. Muchas casas (familiares y religiosas) ya no son lugares de encuentro, sino de paso. Se pasa allí un tiempo, pero no se con-vive, pues los intereses y el corazón están en otros lugares.
De ahí la nostalgia que a todos nos embarga de encontrar “la casa de mi amigo”. Esa casa en la que, tal como cantaba Ricardo Cantalapiedra, había alegría y flores en la puerta, en la que todos ayudaban a todos y nadie quería mal a nadie. Porque allí había un amigo que a todos repartía vida y amor, que no tenía nada suyo. En esa casa entró demasiada gente y con ella entraron leyes, normas y condenas. Entonces hizo frío, ya no había primavera. Por eso, algunos se fueron de la casa en busca de las huellas del amigo.
En el fondo todos buscamos esas huellas, para que en nuestras casas se coma el pan y beba el vino, sin leyes ni comedias. Aceptando con realismo nuestros límites, como dice el Papa en Amoris Laetitia, pero escuchando “el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase”.