(Carlos Gutiérrez Cuartango, OCSO). Nuestra memoria está enferma. Necesita sanación. No podemos permanecer ciegos al programa que dirige nuestras vidas, queremos despertar definitivamente al anhelo que nos empuja a peregrinar del país de la desemejanza al país de la semejanza, hacia nuestro rostro original. Por eso, aplicándonos en el conocimiento de nuestra memoria enferma, seguiremos ahondando en su contenido presentando en este retiro las interpretaciones, los prejuicios y las identificaciones.
Las interpretaciones
La acepción que en nuestro caso vamos a dar a las interpretaciones se refiere a cuando expresamos o concebimos la realidad de un modo personal. La interpretación, por lo tanto, puede ser el proceso que consiste en comprender un determinado hecho y su posterior declamación. Por ejemplo: de acuerdo a mi interpretación, su interpretación del problema no es la correcta.
La memoria biográfica que nos determina y que, en definitiva, configura nuestro perfil psicológico, va a condicionar nuestra visión del mundo, nuestra manera de relacionarnos con los demás, con nosotros mismos, con Dios y con todo. Como consecuencia de esto, no veremos las cosas tal como son en realidad. Los datos y los hechos están ahí, pero cada cual los percibe de una manera diferente. Los percibimos según la interpretación que demos a los acontecimientos. Esta interpretación nace de unas creencias incrustadas en el fondo de nuestro inconsciente, fuertemente arraigadas, y que son producto de esta memoria biográfica.
Vamos a intentar explicar lo dicho con un ejemplo sencillo, conocido de todos, que ayude a clarificarnos. Imaginaos que tenemos un vaso que tiene agua por la mitad. Ante este hecho que está ahí ante nosotros y que todos podemos percibir, si vamos preguntando a diversas personas qué es lo que están viendo, podríamos hacer dos grupos entre ellas: uno que diría que el vaso está medio vacío, y el otro que diría que el vaso está medio lleno. Fijaos que el dato es el mismo y, sin embargo, las interpretaciones son distintas y hasta opuestas.
Un ejemplo como este pone de manifiesto las concepciones distintas de la vida, la manera con la que afrontamos la vida y la realidad. Son creencias muy enraizadas en la persona que condicionan todo un estilo y un talante vital. Es algo que se ha ido gestando a lo largo de toda la biografía personal y que está hecho a base de retazos de herencia genética, perfil individual, formación, educación… Son creencias del tipo: mientras no me demuestren lo contrario la gente es mala o mientras no me demuestren lo contrario la gente es buena.
¡Y no sabemos hasta dónde pueden estar arraigadas las creencias!
Se hallaba en cierta ocasión Nasruddin
–que tenía su día filosófico– reflexionando en alta voz: “Vida y muerte… ¿quién puede decir lo que son? Su mujer, que estaba trabajando en la cocina le oyó y dijo: Los hombres sois todos iguales, absolutamente estúpidos. Todo el mundo sabe que cuando las extremidades de un hombre están rígidas y frías, ese hombre está muerto.
Nasruddin quedó impresionado por la sabiduría práctica de su mujer. Cuando, en otra ocasión, se vio sorprendido por la nieve, sintió cómo sus manos y sus pies se congelaban y se entumecían. ‘Sin duda estoy muerto’, pensó. Pero otro pensamiento le asaltó de pronto: ¿Y qué hago yo paseando, si estoy muerto? Debería estar tendido, como cualquier muerto respetable. Y esto fue lo que hizo.
Una hora después, unas personas que iban de viaje pasaron por allí y, al verle tendido junto al camino, se pusieron a discutir si aquel hombre estaba vivo o muerto. Nasruddin deseaba con toda su alma gritar y decirles: Estáis locos. ¿No veis que estoy muerto? ¿No veis que mis extremidades están frías y rígidas? Pero se dio cuenta de que los muertos no deben hablar. De modo que refrenó su lengua.
Por fin, los viajeros decidieron que el hombre estaba muerto y cargaron sobre sus hombros el cadáver para llevarlo al cementerio y enterrarlo. No habían recorrido aún mucha distancia cuando llegaron a una bifurcación. Una nueva disputa surgió entre ellos acerca de cuál sería el camino del cementerio. Nasruddin aguantó cuanto pudo, pero al fin no fue capaz de contenerse y dijo: Perdón, caballeros, pero, el camino que lleva al cementerio es el de la izquierda. Ya sé que se supone que los muertos no deben hablar, pero he roto la norma solo por esta vez y les aseguro que no volveré a decir una palabra”.
Cuando la realidad choca con una creencia rígidamente afirmada, la que sale perdiendo es la realidad.
Nuestras relaciones con los demás están también mediatizadas por este tipo de creencias. En definitiva indican nuestra actitud global, nuestro talante ante la vida: si somos confiados o desconfiados, optimistas o pesimistas, dóciles o críticos…
Y estas interpretaciones que hacemos de los datos, de los hechos, son normalmente irracionales e inconscientes, y están tocando fibras afectivas profundas. ¿No os ha pasado encontraros a menudo, por ejemplo, con dos hermanas que tienen temperamentos parecidos, que tienen el mismo comportamiento, y ante las cuales a una la justificamos y a la otra la condenamos? ¿Qué está pasando ahí? Pues sencillamente que nuestro afecto está por el medio. Por lo que sea o porque sí, una me cae simpática y la otra no. Con una hay afecto positivo por medio, mientras que con la otra no lo hay. Como veis ya no es cuestión de hechos, porque el hecho es el mismo, sino de afectos. Cuando queremos a una hermana somos capaces de justificarlo todo, o si no la abordamos con caridad y acogida incondicional aunque tengamos que corregirla.
Acaba de salir la palabra afecto. La afectividad, a partir de ahora nos saldrá continuamente, porque en el fondo de todos los condicionamientos está la afectividad. Si la memoria está enferma, si estamos heridos, en realidad quien se siente vulnerada y vulnerable es la afectividad, es decir, la necesidad y el deseo básicos de querer y ser querido, y ante ello: reclamamos, suplicamos, nos defendemos, con el fin de sentirlos satisfechos.
Los prejuicios
Un hombre a quien se consideraba muerto fue llevado por sus amigos para ser enterrado. Cuando el féretro estaba a punto de ser introducido en la tumba, el hombre revivió inopinadamente y comenzó a golpear la tapa del féretro. Abrieron el féretro y el hombre se incorporó. “¿Qué estáis haciendo?”, dijo a los sorprendidos asistentes. “Estoy vivo. No he muerto”.
Sus palabras fueron acogidas con asombrado silencio. Al fin, uno de los deudos acertó a hablar: “Amigo, tanto los médicos como los sacerdotes han certificado que habías muerto. Y ¿cómo van a haberse equivocado los expertos?”. Así pues, volvieron a atornillar la tapa del féretro y lo enterraron debidamente.
El prejuicio –juicio previo– es la acción y efecto de juzgar las cosas sin tener cabal conocimiento o antes del tiempo oportuno. Un prejuicio, por lo tanto, es una opinión previa acerca de algo que se conoce poco o mal. Por ejemplo: creer que todos los musulmanes son fundamentalistas, es un prejuicio.
Los prejuicios, por lo tanto, se elaboran a partir de opiniones que surgen antes de juzgar la determinación de las evidencias. Los prejuicios, entre otras muchas cosas, llevaron a la Iglesia católica a rechazar, en su momento, evidencias científicas que comprobaban que la tierra giraba alrededor del sol. En otras palabras, un prejuicio es una crítica que se realiza sin tener los suficientes elementos previos para fundamentarla. Si una persona que nunca viajó a Suiza afirma que los suizos son poco afectuosos y distantes en el trato, estará incurriendo en un prejuicio y reproduciendo un estereotipo.
Para la psicología, los prejuicios cognitivos son distorsiones que alteran el modo en que las personas perciben la realidad. Este tipo de formas de pensar están vinculadas a la discriminación. Los prejuicios suelen ser negativos (se rechaza a algo o alguien antes de tener el conocimiento suficiente para juzgarlo con motivos) y fomentan la división entre las personas: si un sujeto cree que alguien es malo, no se acercará ni siquiera para conocerlo y comprobarlo.
Otro estereotipo como ejemplo: por la memoria histórica y biográfica, los mexicanos y los norteamericanos son dos pueblos hostiles entre sí. Para el pueblo mexicano, el pueblo norteamericano es dominante e imperialista. Para el pueblo norteamericano, el pueblo mexicano es inferior y por lo tanto proclive a estar sometido bajo su dominio. Todo ello responde a una herencia recibida, son carteles ancestrales, prejuicios tribales que nos impiden el encuentro personal con fulanito o menganito, independientemente de si es norteamericano o mexicano. Son etiquetas sumamente arraigadas en el inconsciente colectivo tribal que nos bloquean y que no permiten el acercamiento ni el encuentro sin hostilidad. Son prejuicios que están cimentados para los norteamericanos en el orgullo de raza superior y en la prepotencia, y para los mexicanos en el resentimiento y en el rencor. Es como un veneno inoculado muy en lo profundo del pueblo y de cada persona, que a quien hace de verdad daño es al propio pueblo y a la persona que lo tiene.
Los prejuicios me impiden ampliar mi horizonte, me tienen congelado en una visión heredada y recibida y por lo tanto de segunda mano, me impiden coger la vida en mis propias manos, hacerme cargo de ella, e ir adquiriendo mi propia visión de la vida y de las cosas; en definitiva, son un freno importante para ser una persona responsable, adulta y evangélica. Los prejuicios no dejan que el afecto se exprese, que fluya con normalidad, y por lo tanto, obstaculizan la obra del Espíritu Santo en la vida para que vaya convirtiendo el corazón duro, de piedra, en un corazón de carne.
Existen dos tipos claros de prejuicios: los sociales, donde podemos destacar, por ejemplo, los prejuicios que se tienen acerca de los hombres y de las mujeres en muchos aspectos de la vida. Los raciales, son aquellos que se establecen en base al color de la piel de las personas. Así, hay quienes rechazan a personas de raza negra simplemente porque sus opiniones sobre ellas se sustentan en estereotipos e ideas sin sentido. Pero los prejuicios también pueden ser de status, por ejemplo en comunidades en las que conviven diversas generaciones. El prejuicio de status es el que se refiere a las ideas preconcebidas que tenemos acerca de los grupos intracomunitarios que son distintos a aquél en el que nos encontramos: los prejuicios que pueden tener las profesas con respecto a las novicias de que son de “segunda categoría”; o las novicias con respecto a las profesas, de que tienen manga ancha para ellas y corta para el noviciado; o el grupo más nuevo con respecto al mediano de que es el menos modélico y más problemático; o el mediano con respecto al de mayor edad, de que está anquilosado… Este tipo de prejuicios van a condicionar mucho mis relaciones en la comunidad, ya que me relacionaré con fulanita o con menganita no por lo que son, sino por el status en el que se encuentran. Por supuesto que no vamos a ignorar que los status existen, y que incluso son necesarios, al menos en este caso, pero una cosa es verlo con prejuicio, y otra muy distinta como aspecto de una estructuración necesaria en la comunidad para su buena marcha, por pedagogía de formación, por con-naturalidad con los diversos ciclos vitales, y todo ello con la óptica evangélica de que la diversidad de carismas, funciones… es una riqueza para la edificación del único Cuerpo de Cristo.
Las identificaciones
El tema de los prejuicios nos conduce al de las identificaciones. La definición que vamos a emplear en nuestro caso para la identificación tiene que ver con lo referente a los datos necesarios para ser reconocido. La identificación está vinculada a la identidad, que es el conjunto de los rasgos propios de un sujeto o de una comunidad. Dichos rasgos caracterizan al individuo o al grupo frente a los demás. Para la psicología, la identificación es la imagen consistente del sujeto sobre sí mismo, formada por las habilidades, creencias, etc. Esta imagen se construye a lo largo de toda la vida, aunque el proceso es particularmente activo durante la adolescencia. Las diversas identificaciones de un sujeto configuran su personalidad.
Pero identificación e identidad no son lo mismo. La identidad es la conciencia que un ser humano tiene respecto a sí mismo más allá de las identificaciones que le configuran. Las experiencias que voy acumulando a lo largo de mi biografía me hacen tomar conciencia de lo que creo que soy, porque en el curso de mi historia personal voy identificándome con una raza, un pueblo, una nación, una cultura, una lengua, una idiosincrasia, una religión, etc. Me identifico por oposición a todos aquellos que no poseen esto que yo poseo. Necesito autoafirmarme, distinguirme de los demás. Estas identificaciones van bajando a niveles aún más concretos: mi ciudad, mi aldea, mi familia, mis gustos, mis aficiones, mis creencias, mis ideales, mis proyectos, mis opciones, etc. Soy lo que soy, porque me distingo en todas estas cosas de los demás.
Una mujer estaba agonizando. De pronto, tuvo la sensación de que era llevada al cielo y presentada ante el Tribunal.
«¿Quién eres?», dijo una Voz.
«Soy la mujer del alcalde», respondió ella.
«Te he preguntado quién eres, no con quién estás casada».
«Soy la madre de cuatro hijos».
«Te he preguntado quién eres, no cuántos hijos tienes».
«Soy una maestra de escuela».
«Te he preguntado quién eres, no cuál es tu profesión».
Y así sucesivamente. Respondiera lo que respondiera, no parecía poder dar una respuesta satisfactoria a la pregunta «¿Quién eres?».
«Soy una cristiana».
«Te he preguntado quién eres, no cuál es tu religión».
«Soy una persona que iba todos los días a la iglesia y ayudaba a los pobres y necesitados».
«Te he preguntado quién eres, no lo que hacías».
Evidentemente, no consiguió pasar el examen, porque fue enviada de nuevo a la tierra.
Cuando se recuperó de su enfermedad, tomó la determinación de averiguar quién era. Y todo fue diferente.
Tu obligación es ser. No ser un personaje ni ser un don nadie –porque ahí hay mucho de codicia y ambición–, ni ser esto o lo de más allá –porque eso condiciona mucho–, sino simplemente ser.
Con lo dicho, no quiero negar la importancia que, evidentemente, posee el contexto vital, que nos acompañó y acompaña a lo largo de nuestra historia, y el protagonismo que tiene en la construcción de los que somos en nuestro crecimiento y desarrollo como personas. Esta es una realidad que no se puede eludir. Ahora bien, cuando uno se va haciendo adulto tiene que tomar opciones en la dirección de ofrecerle a su vida la orientación por la que opta, y saber cribar todo aquello que dificulta, más que colabora, a la configuración de una identidad como ser humano.
El proceso de construcción de lo que se llama identidad, que es en realidad la imagen o concepto de sí mismo, no coincide con lo que nosotros vamos a denominar identidad, ya que esta no es tal por el sencillo hecho de que no es creativa desde la responsabilidad y la libertad, sino gestada a base de oposiciones, y se va adquiriendo en la medida en que se levantan muros, se acotan espacios, y se trazan fronteras. Y esto en lugar de abrir horizontes, de proporcionar un talante universal, católico (católico quiere decir universal), estrecha más y más. Va dando un sentido de lo mío por oposición a lo otro. Y esto otro lo percibo como enfrente, como hostil, como enemigo, como amenazante. Establezco mi vida a la defensiva. Me voy introduciendo en una dinámica en la que adquiero una capacidad extraordinaria para captar lo que me distingue y separa, y en la que pierdo sensibilidad para descubrir lo que me une e iguala.
Si indago un poco en el porqué de esta dinámica de identificaciones, me encontraré que en la raíz de ello está mi necesidad psicológica de seguridad. Ésta es una necesidad común a todos los mortales: necesitamos vivir con seguridad física y psicológica. Es una necesidad natural y sana. Sin esta seguridad sería imposible el desarrollo de la persona en sus dimensiones física, psíquica y espiritual.
Pues bien, a primera vista esta búsqueda de identificaciones proporciona seguridad, pero a la larga es una trampa, porque más que dar seguridad me produce mucha más inseguridad ya que tengo que preservar mi falsa identidad. Por otra parte, tiendo a captar cada vez más cosas que la amenazan, de las que tengo que defenderme porque quitan suelo bajo mis pies, pudiendo llegar incluso a la violencia, si ello fuera necesario. Y creo que no exagero nada.
Un brevísimo inciso porque acaba de aparecernos un asunto de muchísima relevancia como es el tema de la agresividad. La agresividad es una poderosa energía vital que poseemos fundamentalmente para decir “no”, que puede ser ambivalente (creativa o destructiva), y si no está bien orientada o encauzada, puede ser causa de los mayores desastres. Solo en la medida en que vayamos conociéndonos, haciéndonos cargo de la propia vida, seremos capaces de gestionar nuestra agresividad. Fijaos como este problema de las identificaciones llevado a sus extremos, conduce irremediablemente al mal de los nacionalismos, de los dogmatismos, de los fanatismos, de las guerras, incluso de las guerras santas de religión. Las identificaciones dificultan la convivencia y son un enorme obstáculo para la concordia.
Y repito lo dicho más arriba: no debemos confundir estas identificaciones de las que venimos hablando con la propia identidad. Recordar nuevamente que aunque no parezcamos monedas de oro, lo somos, somos hijos de Dios. Toda existencia cristiana es una existencia eucarística, una vida que adquiere todo su sentido cuando se parte y se reparte en bien de los demás. Ésta es nuestra identidad. Somos seres creados para la comunión; solo esta puede ser nuestra felicidad y nuestra paz definitiva. Identidad que, por ejemplo, para la Regla de San Benito se manifiesta en la voluntas communis, que requiere de la propia abnegación por un bien mayor, para la edificación del cuerpo de Cristo. Cuerpo de Cristo que llegará a su consumación definitiva cuando todos y todas las cosas queden recapituladas en Él, y Él lo sea todo en todos.
Las identificaciones están muy relacionadas con los prejuicios. Tengo prejuicios porque me identifico, y todo lo que no entra en la identificación está destinado a ser objeto de desvalorización y crítica. De ahí que surjan los prejuicios hacia lo diferente.
Y este problema de las identificaciones que hemos descrito en las alturas, se producen también a ras de tierra, en la convivencia cotidiana comunitaria. Nos puede servir de ejemplo el mismo que utilizamos para los prejuicios, pero visto desde el lado de las identificaciones: ¡Cuántas veces en lugar de vernos unos a otros como hermanos (que, por cierto, de lo que se desprende de lo comentado más arriba, es la auténtica identidad), nos vemos según nuestra identificación con tal o cual cargo, con tal o cual raza, con cual o tal edad, con cual o tal encuadre según la etapa monástica en que estemos…!
Fijaos que todas estas cosas nos dividen más que unirnos. Nos hacen ver estas diferencias accidentales (identificaciones en lugar de la identidad) como oportunidad para la discordia, la exclusión y la división, y no como lo que realmente son según el prisma de la fe: como los diversos dones y carismas que configuran la fraternidad, como un regalo de Dios, como las múltiples facetas del único Espíritu que se derrama abundantemente en su Iglesia, en la comunidad, para la edificación del único Cuerpo de Cristo.
Un tallista en madera llamado Ching acababa de terminar un yugo de campana, y todo el que lo veía se maravillaba, porque parecía obra de espíritus. Cuando el duque de Lu lo vio, le preguntó: «¿Qué clase de genio es el tuyo que eres capaz de hacer algo así?». Y el tallista respondió: «Señor, no soy más que un simple trabajador. No soy ningún genio. Pero le diré una cosa: cuando voy a hacer un yugo de campana, paso antes tres días meditando para tranquilizar mi mente. Cuando he estado meditando durante tres días, ya no pienso en recompensas ni emolumentos.
Cuando he meditado durante cinco días, ya no me preocupan los elogios ni las críticas, la destreza ni la torpeza. Cuando he meditado durante siete días, de pronto me olvido de mis miembros, de mi cuerpo y hasta de mi propio yo, y pierdo la conciencia de cuanto me rodea. No queda más que mi pericia. Entonces voy al bosque y examino cada árbol, hasta que encuentro uno en el que veo en toda su perfección el yugo de campana. Luego, mis manos empiezan a trabajar. Como he dejado mi yo a un lado, la naturaleza se encuentra con la naturaleza en la obra que se realiza a través de mí. Esta es, indudablemente, la razón por la que todos dicen que el producto final es obra de espíritus».