(Jesús Sanz Montes. Franciscano. Arzobispo de Oviedo). La vida no tiene botón de pausa, y vemos que se suceden los días como transcurren los años, dejando en nuestra senda biográfica las estelas que nos han ido marcando: nombres de personas, fechas de calendas, lugares de destinos provisorios, circunstancias que nos han bendecido inmensamente o nos han puesto a prueba. Así se va escribiendo nuestra historia inédita, dentro de la gran historia de la Iglesia en la que nuestra comunidad religiosa está sostenida y reconocida como un don del Espíritu Santo.
Podríamos pensar que somos producto de una imparable inercia que de modo determinista va haciendo su camino sin que nada ni nadie logre modificar nada. Y entonces, la vida se torna opaca, zafia, y según van pasando los tiempos y surcamos los espacios, levantamos acta de que aquí no pasa nada. Entonces nos sobresalta el escepticismo del Sirácide: “nihil novum sub sole”, nada nuevo bajo el sol (Ecl 1,10). Todo está sabido, todo manido, no cabe ninguna sorpresa, no tiene espacio la ilusión y la esperanza. Este es el gran chantaje de la tentación pesimista.
Así, en la vida cotidiana estamos continuamente retratándonos con nuestras palabras o silencios, con nuestras acciones comprometidas o nuestras omisiones fugitivas. Las estaciones de cada año, en un ininterrumpido devenir que nos deja como beneficiarios o rehenes del frío de cada invierno mohíno, de la explosión fecunda de cada vivaracha primavera, del sosiego de cada plácido estío y de la magia otoñal tan mansa y serena.
En este ambiente agitado e inconsistente, se nos diluyen por exceso o por defecto los valores que antaño permanecían inmutables en la transmisión que hacían los mayores a las generaciones que venían empujando. Hay novedades que enriquecen lo anterior, mejorando lo heredado, pero sin contradecir cuanto se lega como una tradición no traicionada. Se purifican los excesos, se aquilatan los defectos, mientras la vida misma es acrisolada en lo que se sueña y desea como algo mejor. Es la sociedad fundadamente sólida, que no se reduce a un etéreo gaseoso evanescente ni a un inasible líquido fugaz, como ha repetido Zygmunt Bauman.
La vida consagrada es una inmensa parábola de esta innovación provocadora que no nace de una pretensión que tenga mi medida asustadiza o aventurera, ni mi balizada trinchera o los campos abiertos, sino que tal innovación surge de quien es capaz de sorprenderme a diario: ese Dios que, llamándome a lo mismo, no se repite jamás. “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). La novedad no descansa en mis estrenos y lances, sino en la llamada de quien me convoca cada día a trabajar por el Reino de Dios desde un carisma concreto en su Iglesia santa. La innovación verdadera se llama esperanza. Yo soy su humilde portavoz y su confiado portador… como una Buena Nueva.