CILICIO

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(Dolores Aleixandre).  Diálogo en la ropería del noviciado:  –Hermana –dice la encargada a una novicia que ha tomado recientemente el hábito– , rompe usted mucho las mangas de las camisas.

–Será del cilicio, contesta ella. – ¡Pero lo que pincha hay que ponérselo hacia dentro!

–Toma, ¡entonces me pincho yo!

Maravilloso  ejemplo de lo que estaban produciendo ya los aires de cambio del Concilio: aquella chica llegaba a la vida religiosa aceptando que en ella había costumbres raras y estaba dispuesta a aceptarlas, pero ya no traía la imagen de un Dios a quien le gustara que ella se machacara un brazo con las púas de una pulsera de alambre.

¿Dónde ha ido a parar el cilicio? Después de tiempos de vaivenes, búsquedas, aciertos y desatinos, existen ya en nuestras comunidades hombres y mujeres que están acertando a la hora de reorientar y traducir lo de la mortificación, las penitencias y los sacrificios. Sor Carmen envejece en estado de gracia y va encajando con naturalidad y buen humor  la disminución y los achaques, sin hacerlos pesar sobre nadie. La Hna. Eulalia se ha apuntado en la vida comunitaria a la “lógica del exceso”: va más allá del “me toca” o “no me toca” y vive el “pasarse” en el servicio, la abnegación y el desprendimiento  no como algo penoso, sino con la  alegría de quien se entrega sin reservas. A la Hna. Cecilia se la ve de día en día  más “homologada” con la paradoja evangélica del perder/ganar y Fray Antonio lo va descubriendo gracias a gente del barrio en que vive: nunca pronuncian la palabra mortificación, pero conocen de cerca lo que es vivir muchas formas de muerte. Todos ellos van sabiendo que eso de “tomar la cruz” tiene mucho que ver con lo que no escogemos y que nos toca aceptar y asumir; y conocen también por experiencia cuál es el verdadero secreto para el seguimiento de Jesús: el deseo de no anteponer nada a su amor.

Tenemos cerca a muchos de ellos y me atrevo a asegurar que ninguno lleva cilicio.