A los 50 años del Concilio Vaticano II

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Hay quien se empeña en obviarlo. O más bien en ponerle sordina a la voz que resonó esperanzada desde el interior de una Iglesia necesitada de renovación. El Concilio Vaticano II es, para la Iglesia en el mundo contemporáneo, el viento fresco del Espíritu que – sin estridencias – hace nuevas todas las cosas.
Yo soy hijo del concilio. En la Iglesia posconciliar creció mi fe y en ella maduró mi reflexión teológica. No concibo otra manera de ser Iglesia que desde la profunda conciencia de su misterio y desde la comunión del pueblo de Dios al servicio de los hombres en el corazón del mundo. Me siento parte de una Iglesia misionera llamada a ser signo de salvación, sacramento del Sacramento Fontal que es Cristo – el Verbo encarnado – en medio de la humanidad que él asumió y purificó.
Por eso me duelen las disquisiciones de aquellos que a fuerza de invocar vientos restauradores quieren alejar los malos espíritus de la renovación conciliar. Cierto que en estos cincuenta años no todo ha sido acierto en la recepción conciliar. Ha habido desmesura y algunos desenfoques frutos de lecturas parciales o mediatizadas por visiones ideológicas de la realidad o de la misma Iglesia y el modo de concebir su servicio a la humanidad. Pero sin duda, separado el polvo de la paja, la renovación conciliar ha portado frutos maduros en numerosos campos del pensar y del vivir eclesial: una vuelta a la Escritura, un retorno a los Padres y la Tradición, mayor conciencia cristológica, una renovada antropología, una Iglesia mejor situada en el mundo contemporáneo, una nueva concepción litúrgica… por poner sólo algunos ejemplos.


No estoy por la desmesura, ni por los excesos, ni por lecturas ideologizadas de la realidad que desfiguren el rostro de la reflexión conciliar. No me interesan quienes deliberadamente vulneran la comunión aprovechando que el tajo pasa por San Pedro. Pero tampoco me dejo llevar por quienes preconizan una ansiada restauración invocando con ello la tácita cancelación del Concilio o simplemente un borrón y cuenta nueva que nos devuelva a las seguridades de antaño.
Creo que es necesario, más que nunca, invocar el espíritu conciliar como criterio de actuación en el hoy eclesial. Creemos en (dentro de) una Iglesia mistérica, carismática y ministerial, que tiene su único centro en Cristo; comunión de comunidades al servicio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, maestra en el arte de la paz y la concordia, abierta al diálogo con el mundo de hoy; utópica y escatológica, que anuncia a todos la fuerza del amor liberador de Dios revelado en Jesucristo.
No soy de derechas o de izquierdas, conservador o progresista. Soy un creyente que busca vivir su fe en profunda comunión con la Iglesia que ama y a la que sirve. Estoy convencido de la fuerza eclesial que brota del Concilio Vaticano II en continuidad con toda la Tradición. Su reflexión y su propuesta, después de estas décadas, son más necesarias que nunca. Con el poso que da el tiempo, volver al Concilio con serenidad y equilibrio podrá devolver a la Iglesia actual muchas de las esperanzas que en él alentaron y algunas claves desde las que poder afrontar algunos de los retos que la comunidad creyente tiene hoy planteados. Cuestión de fidelidad al Espíritu