¿Qué ofrece la vida religiosa a los jóvenes profesos y a los candidatos?

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Me gustaría dejar constancia, desde el principio, de que todo lo que se va a decir hace referencia a ambos géneros, aunque en la redacción utilice siempre el género masculino por dos razones obvias: una, por ser varón quien escribe y, otra, para no ser pesado y reiterativo en la mención conjunta de ambos géneros.
Los jóvenes acuden a nuestra vida buscando “el amor, el diálogo, la escucha, la aceptación, la belleza, un Dios encarnado distinto al Dios que muchas veces hemos mostrado: un dios glacial, lejano, enfadado, feo, aburrido, incomprensible. Nos están pidiendo que rompamos los filtros de nuestras conceptualizaciones teológicas que tantas veces no dejan pasar la realidad de la vida con transparencia. Muchas veces vemos a los jóvenes como una generación apática cuando son la generación más activa, proactiva e hiperactiva de la historia. Los jóvenes que se acercan a nosotros no desean que les veamos como desobedientes, maleducados, superficiales, conflictivos, habladores, sino como la generación de la palabra, de la comunión, de las redes sociales, de las comunidades, de la amistad. Su problema es que no hablamos el mismo idioma, pero esto siempre ha pasado entre las generaciones y la clave no es cambiar el lenguaje, encalar las fachadas, sino cambiar los muebles del interior de nuestras cabezas. En definitiva, los jóvenes vienen buscando ‘buenas noticias’, un evangelio que les hable de gente sencilla, cotidiana, y de las pequeñas cosas que llenan sus vidas: enfermedad, salud, amigos, etc., es decir, un Dios que les haga levantar la mirada, que les diga ‘levántate, alégrate y corre por la vida, que eres feliz y si no lo eres puedes serlo’. Un Dios que les diga esto bajando a su nivel y que así, bajando, demuestre que está en otro nivel… y entonces los jóvenes se sentirán queridos y confiarán en Él. Un Dios que sonría, con el que puedan hablar de su música… ”. (José María Bautista)
Una encuesta relativamente reciente hecha a los formadores sobre el perfil humano de los religiosos jóvenes (FORE 97, DIS), arroja los siguientes resultados:
En lo personal –de más a menos– son: afectivos (necesitados de amistades y reconocimiento); valoran la libertad; alegres, sinceros y transparentes; abiertos e inquietos, buscando el sentido de la vida; generosos, con capacidad de entrega y entusiastas.
En lo relacional –de más a menos– son: acogedores, de casa abierta y les gusta compartir; aprecian la vida comunitaria; solidarios ante el dolor humano; capaces de tener relaciones que aprecian y cuidan; con facilidad para relacionarse con personas de otro sexo; sensibles a la naturaleza y a la ecología; tolerantes.
Ante su proceso de formación, –de más a menos–: valoran el crecimiento personal; están contentos con la formación que reciben; tienen confianza y buena comunicación con sus formadores; se da una respuesta personalizada a la vocación.
Carencias personales, –de más a menos–: dependencia afectiva; miedo a compromisos definitivos; dificultades para asumir el sufrimiento; dificultades para romper con vivencias anteriores; vida personal poco estructurada; voluntad débil e inconsistencia; dificultad en tomar decisiones; baja autoestima; no relacionan el presente con el pasado; ambigüedad en el trato con el otro sexo; inconstancia y falta de perseverancia.
Ante los datos ofrecidos, se podría decir que los jóvenes de hoy están llenos de entusiasmo y anhelantes de vitalidad, y que –en el aspecto personal, relacional y en el proceso formativo– reúnen aptitudes adecuadas para empastar con los modelos actuales de la vida religiosa. Creo que son sus carencias personales las que, en un principio, ofrecen mayores dificultades a la hora de afrontar una vida con las exigencias y los compromisos característicos de la vida religiosa. No obstante, me atrevo a sugerir que estas mismas carencias podrían ser la base propicia en la que se fundamente una honda experiencia de Dios, puesto que la conciencia asumida de la pobreza existencial abre las puertas del corazón de par en par al Señor.
No podemos ignorar los valores y carencias de los actuales candidatos, sus expectativas y dificultades, si bien no podemos obviar que son éstos y no otros los candidatos a religiosos. Por eso mismo, ni podemos arrinconar sus expectativas, ni podemos renunciar a nuestros valores. Urge la tarea de una acogida sincera de sus valores, así como una adaptación de los nuestros a su talente e inquietudes. Por eso, la formación desde las etapas iniciales, no debería ser autoritaria ni directiva, y sí más autorizada, dialógica y personalizada.
Los aspirantes a nuestra vida buscan una comunidad en la que se compartan los bienes y la vida, y en la que puedan aprender a vivir el evangelio en su pureza y sencillez. Tanto las estructuras como la institución serán valoradas en la medida en que contribuyan y garanticen la vida genuinamente evangélica, según el modelo ideal de la comunidad primitiva de Jerusalén. Por lo tanto se puede decir que vienen buscando un ideal de comunidad que, por una parte, nos interpela movilizándonos para ponernos en camino de conversión y para relativizar la multiplicación de absolutos que hemos ido gestando, y, por otra, nos constituye en formadores lúcidos de la única comunidad cristiana, que no está integrada por santos sino por pecadores perdonados que, congregados en torno al Señor Jesús, intentan construir la comunidad que Dios quiere, fundamentada en la misericordia y en el perdón. Ir asumiendo poco a poco la realidad de una comunidad a veces tan herida y tan necesitada de sanación dejando atrás “mi comunidad” ideal y utópica, es una de las tareas formativas más arduas, importantes y decisivas en ese lento proceso de afianzamiento de un futurible religioso.
Este proceso va a requerir un acompañamiento atento y personalizado del candidato a lo largo de la que debe ser una presentación sincera y “orgullosa” de nuestras fraternidades que reconocemos pecadoras, pero que, asombrados cada día, contemplamos como comunidades convocadas por el Señor Jesús, comunidades de pecadores perdonados y en camino de conversión. Será clave saber contagiar este amor misericordioso y humilde por la comunidad y por cada uno de los hermanos. Por supuesto que no se trata de enseñar los retretes de casa desde el primer día, lo cual sería una imprudencia y una lamentable falta de sentido; pero tampoco es cuestión de ir ocultando obsesivamente las “vergüenzas” obvias y cotidianas de una vida que a veces es tan demasiado humana, que nos llevan a tomar medidas falseadoras de la realidad.
Teniendo en cuenta que las relaciones fraternas serán el “maestro” competente más idóneo para ayudar a nuestros aspirantes a caminar en autenticidad y verdad, ellas les permitirán acercarse a la experiencia de su verdad en el contacto con los otros, pues gracias a ellos irá desvelándose su interior más auténtico, permitiendo que la luz de Dios vaya iluminando las estancias más recónditas, y también más oscuras, de la personalidad. ¿No son acaso los hermanos, casi siempre dolorosamente, como espejos en los que podemos vernos reflejados, sobre todo en aquellas cosas que menos nos gustan de nosotros mismos? Además, las relaciones fraternas van a poner al descubierto la verdadera imagen del Dios en el que dicen creer porque va a manifestarse en las actitudes hacia los demás: creerán en un Dios que es Padre si realmente viven como hijos, es decir, con un talante de personas libres, confiadas y transidas de esperanza; y como hermanos, si van adquiriendo un amor encarnado, sincero, misericordioso y benevolente con los demás.
La comunicación interpersonal, la comunión, el acceso a las redes sociales… son para ellos ingredientes esenciales en la realización del amor fraterno. Pero necesitan convivir en tensión creativa con el silencio para ser verdadera comunicación, ya que ambos son los dos polos de una única realidad. Si bien es cierto, como tan bellamente se ha dicho, que “el silencio es el lenguaje del mundo futuro”, también es verdad que la palabra es el vehículo principal de comunicación en este mundo, y aunque en muchas ocasiones la comunicación no-verbal es más expresiva que la verbal, nunca como seres humanos que somos, vamos a poder prescindir de ésta. Además tienen sed de amigos de verdad, y el cultivo de la amistad precisa de tiempos y lugares y, por supuesto, del uso frecuente de la palabra. El silencio interior va a ser el alimento de cualquier comunicación íntima y empática, que va a generar verdaderos amigos.
La fraternidad, como valor, nos irá enseñando, a todos, a comprender la comunión no como uniformidad sino como unidad en el pluralismo, que se manifiesta como tolerancia en la diversidad, en la tarea respetuosa y paciente de la construcción de esta parábola del Reino que pretende ser la comunidad religiosa. En el seno de la misma comunidad no solamente coexisten puntos de vista diferentes con respecto a los temas más diversos, y llamadas particulares de Dios a acentuar ciertos valores, sino que además, si está viva, va a ser creativa permitiendo florecer “vocaciones” en muy diversos ámbitos: arte, teología, trabajo pastoral creativo, espiritualidad, etc. La pluralidad embellece al único cuerpo espiritual.
El diálogo comunitario les va a permitir compartir y contrastar sus puntos de vista, su visión del mundo, y por ello será el instrumento canalizador de esta comunión en el Espíritu. Además de ser vehículo de conocimiento mutuo y facilitador de contraste al servicio de la claridad y de la unidad, va a ayudar a personalizar el proyecto común por medio de este camino de ida y vuelta de las aportaciones personales y de la asimilación humilde de la voluntad comunitaria. Quieren que su superior sea alguien cercano, y por ello necesitan sacarlo de la reclusión a la que tantas veces está sometido en la fraternidad y devolverle a su vocación primera de hermano mayor. El superior, sin renunciar a sus funciones específicas, tendría que estar al mismo nivel de trato y dignidad que sus hermanos, y esto aunque pueda parecer lo contrario, va a propiciar un impulso a la legitimidad evangélica de la autoridad entendida y vivida como servicio.
Los candidatos jóvenes se sienten atraídos por métodos de meditación que no pertenecen a nuestra tradición y aspiran a que la oración comunitaria sea viva, con una imagen cercana de Dios. Por nuestra parte deberíamos cuidar la oración para que quede salvaguardada la transcendencia de Dios y para que les vaya conduciendo a la vivencia plena del Misterio Pascual de Cristo, Misterio de muerte y de vida.
Por otra parte, nos obligan a desempolvar el talante eminentemente profético de nuestra vida, instándonos a que nos situemos más de la parte del carisma que de la parte de la institución. Por nuestra parte, tendríamos que presentarles la tradición no tanto como un bagaje intocable y perenne a conservar, cuanto como un regalo del Espíritu a la Iglesia y a los hombres que va adquiriendo nuevos rostros acordes con el momento histórico, resultado de un diálogo franco con los signos de los tiempos. Así, la vida religiosa sería un movimiento explorador, innovador, interlocutor atento y válido de los retos y desafíos planteados por el mundo en el que le toca encarnarse, con un espíritu crítico para saber discernir el paso de Dios en la historia secular y poder aportar luz sobre la actualización de la misión y del mensaje liberador de la Iglesia.
La vida religiosa está llamada a ser un movimiento creativo, interesado más por la fidelidad a su vocación carismática que preocupado por la inestabilidad, por el miedo a la equivocación, y por la provisionalidad de una vida que, por estar fundamentada en el Espíritu, está siempre construyéndose. Muchos candidatos ven en la vida religiosa la posibilidad de una vida alternativa, ideal, marcada por la inquietud y por una búsqueda sincera, en donde se podría vivir, de una manera liberadora y sanadora. Desde este enfoque se facilitaría la formación de comunidades vivas, poco estructuradas, con una gran flexibilidad, valientes en el diálogo con la cultura y el mundo de hoy, capaces de gestos simbólicos con marca profética, y en movimiento gracias a un espíritu autocrítico. Las características recién enunciadas darán lugar, como consecuencia, a una comunidad acogedora, formadora de un talante diferente en las nuevas generaciones.
Para los jóvenes está de más la multiplicidad de dualismos que engastan la manera habitual que tenemos de concebir nuestra vida. Es, el hombre, como persona, concebido unitariamente, el objeto del amor incondicional de Dios. Estar atento a su palabra, escuchada y acogida en el corazón, va a ser la garantía de que su vocación concreta, histórica y eclesial, sea consistente. De otra manera no podrá relacionarse con Dios, ya que lo expuesto en el diálogo con él serán personajes o máscaras. Desde esta perspectiva se van a derivar consecuencias importantes para la espiritualidad. La vida espiritual no va a ser otra cosa que la propia vida humana vivida a lo divino, es decir, aquello que la persona es desde la mirada benevolente de Dios, que es capaz de reordenarlo y reestructurarlo todo, haciendo emerger el hombre nuevo, libre, que no vive ya “para sí mismo” sino “para los demás”. Esta visión no-dual, más antropológica y, por lo tanto, más evangélica, tendrían una incidencia notable en valores esenciales de nuestra vida, como pueden ser, por citar dos, la humildad y la obediencia.
La humildad ha sido equiparada, con mucha frecuencia, a la sumisión, actitud anclada en las etapas iniciales del ciclo vital. Entendida así, se convierte en una virtud de peleles, empobrecedora de la persona por ser reforzadora de la dependencia y del miedo, del autoengaño, y hasta del orgullo más sutil. En esta perspectiva no-dual se presentará como autoaceptación, libertad interior y autenticidad que, además, reforzarán las actitudes de filiación divina y de fraternidad servicial. La obediencia ha sido y, desgraciadamente, aún sigue siéndolo, generadora de infantilismo, poniéndose al servicio de la moral heterónoma. Desde la nueva óptica, sabremos que sólo puede ser obediente aquel que posee una cierta capacidad de autonomía, y es por ello que puede libremente renunciar a ella por una opción mejor: la búsqueda conjunta de la voluntad de Dios en un mismo proyecto común.
De esta manera, podremos ofertar una vida más integrada y armónica, en la que los jóvenes candidatos puedan descubrir con prontitud la presencia de Dios que ilumina hasta las zonas más oscuras de la personalidad. Se les anima a vivir con menos miedos, teniendo paciencia cuando las realizaciones concretas sean escasas y limitadas, y a adquirir un saludable sentido de la esperanza y de la autoaceptación. Se posibilita el poder asumir, sin sobresaltos, las metamorfosis que sufren las opciones a lo largo del tiempo, descubriendo en ellas la mano de Dios.
Los candidatos actuales, apuestan por la apertura institucional, desean implicarse en las inquietudes del hombre de hoy, y procuran compartir y hacer asequible su vida. Están dispuestos a colaborar en la Iglesia local, en los proyectos intercongregacionales, sin menoscabo del carisma, para la edificación del Pueblo de Dios que, en la unidad, desea ser testimonio de fe, esperanza y caridad. Quieren ampliar sus miras en orden a la adquisición de un talante ecuménico interconfesional y transcultural. Desean solidarizarse eficazmente con los problemas más urgentes que deterioran la dignidad humana en el mundo: el hambre, la guerra, la injusticia, el racismo, el paro, etc.
Ecologismo, no-violencia e igualdad del hombre y de la mujer, han abierto pequeñas brechas por donde la luz ha ido penetrando en momentos de desorientación. Cuestiones, por otra parte, que deberían interpelarnos e incluso resultarnos familiares, pues hunden sus raíces en la primitiva tradición evangélica. La vida religiosa podría ser un modelo alternativo de vida (no porque lo pretenda como tal), en el que tuviese cabida la respuesta encarnada a estos desafíos, consciente de la realidad eclesial y mundial, con las consiguientes características: una oración más solidaria; una espiritualidad más encarnada; ser interlocutor válido del mundo y de la cultura de su tiempo; y la preparación para presentar, en gestos y palabras, una alternativa de vida más evangélica y más humana a la crisis actual.
La revelación de Dios al hombre es progresiva, evolutiva e histórica, guardando una estrecha relación con la realización humana. Por ello, el presupuesto básico de cualquier camino evangélico que se emprenda, es la libertad. Para los jóvenes esto es algo innegociable. La libertad está en el origen y en el camino, y es la meta de la vida del religioso. Ejercicio de la libertad para el que tantas veces no valen los clichés impuestos, cuyo recorrido ha de ser personal, jalonado, en tantas ocasiones, de ensayos y errores. Lo que se pierde en imagen y uniformidad, se gana en maduración y personalización. La corresponsabilidad va a ser el fruto maduro de la libertad de los hijos de Dios. De aquí que la visión más antropológica de los valores y de los votos, nos permita entenderlos no como pilares rígidos, cumplidos y realizados desde un principio, sino insertos en el proceso de crecimiento humano e histórico y, como tales, serán un camino a recorrer cuya meta se situará siempre en el horizonte. Como las opciones están hechas desde la libertad es más probable su exposición a una conversión y renovación constantes. Se da lugar a la primacía de la persona sobre la institución. Puede facilitar un mayor sentido de la corresponsabilidad comunitaria. Pone en mejores condiciones de caer en la cuenta de la aportación personal de cada miembro en la construcción de la comunidad.
Nuestros jóvenes tienen una conciencia muy acusada de la igualdad entre ambos géneros. Los cambios culturales han afectado vívidamente a su dimensión sexual-genital. Tenemos que reconocer que los modelos tradicionales que enfocaban esta dimensión humana no tienen una comprensión y adhesión de los aspirantes. Hemos intentado reinterpretarlos, pero nos damos cuenta de que seguimos tapando este tema tan crucial sin dar cauces de solución que lleven a vivir a nuestros jóvenes como plenamente humanos y seguidores de Jesús. Así, el hecho de afrontar con realismo el mundo afectivo, dejará de ser para muchos de nuestros candidatos fuente de tortura y vergüenza y podrán vivir toda su energía y pulsiones en la paz y en la libertad de los hijos de Dios (solamente lo asumido puede ser redimido).
Sabemos por experiencia que el carisma propio de nuestro estilo de vida requiere unas aptitudes psicológicas mínimas para poder cuajar y “producir” religiosos felices. Necesita de un acompañamiento espiritual, humano y personalizado, que ayude a la maduración integral. La experiencia ha demostrado, sobradamente, que, sin aptitudes, el candidato difícilmente va a madurar y que, sin acompañamiento adecuado, se generan importantes represiones que van a frenar de forma crónica la potencial transformación en el Espíritu. Unido a esto está la inmadurez que los aspirantes ven en nuestras comunidades, y que son, en muchas ocasiones, un escollo relevante a superar, que plantea interrogantes serios como “si podré realizarme como persona en una institución así”, o “de mayor no quiero ser como fulanito”. Aunque las cuestiones de este tipo son ambiguas y encierran en sí una manera cómoda de eludir la propia realidad, no por ello podemos ignorar la profunda verdad que expresan y reconocer sinceramente que nos sentimos retratados.
Nuestros jóvenes se guían por el principio del placer –si bien es necesario decir que no es exclusivo suyo–, es decir, que consciente o inconscientemente, buscan sentirse bien, tener buenas sensaciones, experimentar buenos sentimientos, tener buenos pensamientos. Es como si lo único importante fuera ir viviendo sin que nada les perturbe, nada les incomode y nada les moleste. Es bueno todo aquello que produce placer, que resulta satisfactorio y que es gratificante. Esto es lo que los jóvenes buscan. Todo lo que perturbe e incomode, es indeseable. Por lo tanto, se niega el conflicto, los problemas, las oscuridades, lo negativo, las zonas oscuras, etc. Sus criterios y clasificaciones están marcados fundamentalmente por este principio. Viviendo de esta manera pueden pasar por la vida huyendo de muchísimas cosas, personas, acontecimientos y decisiones. Viven buscando refugio. Necesitan estar protegiéndose de todo aquello que pueda hacerles daño o producirles dolor. Tienen un miedo increíble, y hasta irracional al sufrimiento.
Es preciso e imprescindible que aprendan a vivir según el principio de realidad, y desaprendan a moverse solamente por el principio del placer. Y creo que aquí nos topamos con la piedra de tropiezo y escándalo que tanto temen los jóvenes y que les disuade de seguir adelante: ¿qué es vivir según el principio de realidad? Los jóvenes intuirán lo que es ser cristiano y religioso adulto cuando comiencen a manejarse en la vida, a afrontar el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte, los consuelos y las desolaciones. Serán adultos, o irán en esa dirección, cuando aprendan que la vida tiene sus límites, sus defectos, sus lagunas; cuando sepan que en ellos mismos y en todos existen luces y sombras con las que hay que saber convivir, aceptar y amar. Irán convirtiéndose en personas cabales cuando entren por la senda de asumir con realismo y cariño que la vida fraterna en comunidad no es una vida angélica, sino humana, demasiado humana en muchas ocasiones.
Es difícil ir comprendiendo y asumiendo que las cosas no son ni totalmente blancas, ni totalmente negras; son grises. Es costoso y arduo descubrir que el amor que va teniendo calado, es siempre un amor crucificado, es decir, un amor que en muchísimas ocasiones requiere: renuncias, abnegación, sacrificios, incomprensiones, paciencia, gratuidad, etc. Es duro ir penetrando en el misterio de la fe y creer con adhesión incondicional en el Señor Resucitado que es también el Crucificado, aquél cuyas llagas y cuya pasión sigue, y seguirá siempre presente entre nosotros, hasta el final de los tiempos.