MARÍA, SENCILLEZ DE DIOS QUE HACE CAMINO CON SU PUEBLO

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Da la sensación de que cuanto más se sabe de Dios, más se aleja. No pocas veces leyendo algunas páginas bien argumentadas, y teológicamente bien sostenidas, percibimos un Dios difícil, lejano, complejo, distante.

María es, sin embargo, la sencillez en la explicación de un Dios que hace camino con su pueblo. Una cosa es preguntarnos qué decimos al pueblo de Dios que es lo que hay que creer y otra, muy diferente, lo que cree. Hay distancia entre lo que decimos imprescindible para pertenecer a la comunidad de discípulos y aquello que cada persona forja, cuida y espera en lo profundo de su corazón. Me he ido encontrando –felizmente– con muchas personas “aparentemente alejadas” que en realidad son personas profundamente centradas; y personas “aparentemente centradas” que en realidad son estilos de vida sostenidos en una pertenencia sin trascendencia. Consumidores de religión.

Hoy quiero fijarme en María y lo que provoca y evoca en no pocos corazones de quienes están en los márgenes. Quiero subrayar qué celebran y esperan quienes no han conectado con nuestras propuestas eclesiales; o se han cansado o se han decepcionado, o no han conseguido encontrar esos ámbitos de crecimiento donde la fe va haciéndose adulta sin perder el brillo de la esperanza y de la sorpresa y la novedad. Tantos y tantas que se han quedado por el camino en un vago recuerdo de un “alabaré…” que cantaron en la infancia, pero les faltó acompañamiento y música; credibilidad y comunidad con sana pedagogía capaz de acoger y enseñar sus vidas como importantes para la construcción del Reino.

Sí, estoy convencido que en el corazón del ser humano reside una honda capacidad para la eternidad. Que faltan palabras para expresar los gritos silenciosos que muchos miembros de nuestra sociedad van dando ante lo que ocurre; que son más frecuentes las referencias a María y a Jesús de lo que solemos reconocer. Hoy, quiero agradecer la tarea callada de nuestro Dios que ha ido construyendo en el interior de cada persona un verdadero altar de verdad. Cada gesto de solidaridad; cada palabra de verdad y reconocimiento de los demás; cada bien compartido; cada mirada de misericordia y reconciliación son un auténtico signo de fe. Muchos no saben que es fe; otros pretenderán negarlo; es igual, en lo profundo de cada persona, Dios y ellos mismos, saben que es algo trascendente, superior, nuevo. Algo no contaminado y libre, algo novedoso en sí, algo llamado a construir nueva vida, nuevos tiempos. Reino nuevo.