PROPUESTA DE RETIRO MES DE JULIO

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VIVIR LOS TIEMPOS GRATUITOS

De la vida cotidiana

Todos nuestros tiempos no son iguales. Es cosa sabida. Hay tiempos y tiempos, momentos y momentos. Los cristianos, por nuestro fuerte enraizamiento hebreo, entre otras cosas, no aceptamos el tiempo circular que contemplaban Heráclito, y tal vez, Nietzsche. Aunque pueda parecernos en ocasiones, que hay “cosas” que se repiten, que retornan, que nos embarcan en una noria fatal de la que no es fácil desasirse.

La tradición judeocristiana apuesta por un tiempo más lineal, más de proyecto; en definitiva, un tiempo histórico. Incluso la evolución de la especies parece apuntar en este sentido concedido a la temporalidad. A pesar de seguros fracasos y frustraciones en determinadas ramas evolutivas, al final, el árbol evolutivo tiende hacia delante y hacia arriba. En una trayectoria de “complejidad creciente”, nos recordaba Teilhard.

Vivimos en una sociedad excesivamente “movidita”. Muy lejos de la parsimonia o la morigeración de nuestros antepasados. No es necesario asomarse muy lejos al balcón de la historia para cerciorarnos de cuán plácida, amortiguada y hasta simple era la vida y el deambular de nuestros abuelos, de nuestros bisabuelos. Entonces, casi nada ocurría bajo el sol, los días se sucedían a los días y los años a los años. La disciplina del transcurrir de cada jornada estaba jalonada de hechos y actos prácticamente idénticos entre sí. Nada hay nuevo bajo el sol (Eclesiastés 1,9), decía ya el sabio Qohélet. La vida era la que era y no había excesivas perspectivas de cambio, susto o variación.

Si nuestra gente de hoy, nosotros mismos, en un imposible viaje a través del tiempo, nos remontáramos tan solo a cien años atrás, tal vez desesperaríamos. Sería una vida tan diferente a la actual, que nos parecería habitar en otro planeta. Lo anodino y trivial de la vida se nos haría demasiado cuesta arriba. A pesar de algunos intentos, personales y hasta en ciertas pequeñas comunas o comunidades, el regreso a la naturaleza, tipo Rousseau, no parece que acabe por fascinarnos tanto. Hoy, “es lo que hay”, el ritmo es acelerado, frenético, “estresante”, agitador, agotador… Eso, “es lo que hay”.

 

A la búsqueda de “tiempos gratuitos”

Aquella vida cotidiana, tan de otra época y de otra cultura, tenía sus negros y sus blancos, o mejor, sus grises. Como la nuestra y como todas. Junto a una existencia tan de encefalograma plano, nuestros ancestros gozaban también de algo que a nosotros se nos suele escurrir entre los dedos constantemente: eso que llamamos “tiempo libre”. Porque vivimos en una sociedad donde no abundan los tiempos libres, los ratos del “dolce far niente”, los tiempos muertos (no sé por qué se les llama “muertos”, cuando suelen ser muy vívidos y vividos). Tan hechos estamos a ser como máquinas bien engrasadas que no pueden detener su funcionamiento ni un solo minuto, que cuando “nos detienen” y nos sacan del fragor monocorde del día a día, caemos en eso de lo que se habla en septiembre, cada año, de un modo ya cansino y repetitivo: “el síndrome post-vocacional”, una especie de “enfermedad” inocua, de difícil diagnóstico y más difícil terapia, que infecta a no pocas gentes de entre quienes tienen el privilegio de irse de vacaciones a veranear cada año en Benidorm, en Cancún o en un crucero a través de las Islas Griegas (ahora con riesgo de encontrarse algún cadáver de algún niño sirio flotando hinchado en la superficie…).

Este activismo compulsivo al que la rueda del estilo de vida, especialmente occidental y de países relativamente en la órbita del capitalismo y sus aliados, es ciertamente devorador. Hoy, muchos padres apenas pueden pasar un buen rato diario con sus hijos escolarizados: hace tiempo que se acuñó el triste término de “niños o chicos llavero”; los horarios de la jornada laboral (cuando hay suerte de que ésta exista) no tienen en cuenta para nada la vida familiar o la vida de ocio con los amigos y amiguetes. ¿Cuántos hombres pueden ya tomarse unos vinos tranquilamente al salir del currelo? ¿cuántas mujeres, de las que tienen la oportunidad de trabajar “fuera de casa”, pueden quedar con sus amigas para conversar, ir al cine o simplemente darse un garbeo por las calles comerciales de su ciudad? ¿cuántos adolescentes y jóvenes disponen de lugares, locales, sedes, “centros” donde poder pasar esos “tiempos muertos”, wasapearse unos a otros aunque estén sentados a pocos metros? El domingo, que los cristianos seguimos llamando “día del Señor”, son, efectivamente “días del Señor”, pero muy escasamente “días de fiesta para la gente”, para que las familias coman juntas, se relacionen y refuercen los vínculos afectivos y placenteros entre ellas.

En verano se da un parón. Muchos pueden gozar de un mes de vacaciones. Otros muchos, simplemente utilizan el verano para trabajar, porque es una etapa estacional pródiga en trabajos precarios y temporales; pero, también aquí, “es lo que hay”. Lo tomas o lo dejas. El tiempo libre, venido así, como en un paquete cuantitativamente lleno de jornadas “libres” por delante, puede desconcertar y desubicar a muchos trabajadores natos, activistas de tomo y lomo.

Los cristianos también necesitamos, como el agua, esos tiempos “muertos”, que son, más bien, “tiempos gratuitos”, tiempos de gracia, “kairói” dirían algunos. Son tiempos que rompen hábitos y costumbres, horarios y disciplinas, planificaciones y proyectos bien urdidos a comienzos de curso. Y de pronto, casi sin darnos cuenta, vienen los tiempos “muertos” que es preciso reavivar, resucitar.

 

La riqueza de las pasividades

Tan domesticados estamos a la vida disciplinaria, programada y marcada de antemano, henchida de horas de trabajo y obligaciones de todo tipo, que es preciso redescubrir las riquezas de los tiempos gratuitos, de los tiempos “de gratis”, de los tiempos tranquilos y diferentes. Las etapas anuales ricas en estos tiempos, son una buena oportunidad para la gratuidad y el cultivo de las pasividades. Y de valoración de las mismas. Las pasividades son imprescindibles para llenar de savia nueva las monotonías del amplio arco de la vida plagada de actividades, de la vida siempre ocupada. Pasividades y actividades nunca se contraponen; más bien se complementan, se enriquecen mutuamente. Puede ser el viejo adagio tomado creo que de Iñígo López de Loyola: “contemplativos en la acción”. O algo parecido a lo de Metz: “por una mística de ojos abiertos”1. Y es que, la valoración y ejercitación de las pasividades nos coloca en las lindes de la mística, en el mejor sentido del concepto. Tan inmersos/tan inmersos en la acción y la actividad de la vida cotidiana, tan ocupados y recargados estamos, que se nos escapan estos tiempos gratuitos de cultivo de las pasividades. De santificación de las pasividades.

En una Iglesia, posiblemente saturada de planificaciones y proyectos, de planes pastorales, de agendas y calendarios de actividades puntuales, de procesiones y peregrinaciones, de aniversarios, años santos, ceremonias más que celebraciones, encuentros y reuniones para todo, cursos y cursillos presuntamente de formación, de documentos magisteriales o no tanto, de efemérides y canonizaciones, de simposios y congresos, de JMJs a todo trapo, de conferencias y comisiones ad hoc… ¡se nos pueden escapar las gratuidades y las pasividades! Lo tan llevado y tan traído, tan citado (bien o mal) de Rahner: “el cristiano del siglo XXI será místico o no será” (más o menos), sigue siendo, desde mi simple opinión, una verdad como un templo. (Porque los templos “son siempre verdad”, no sé si también las gentes “dejadas de la mano de Dios” –blasfemia donde las haya–).

Yo creo que estamos urgidos de volver a mirarnos hacia dentro, con detenimiento, con cariño y autoperdón, con sim-patía y amabilidad. Para poder así mirar hacia fuera con actitudes similares, cargadas de Evangelio y de referencia a las miradas de Jesús. Los tiempos gratuitos no son tiempos optativos, ocasiones u oportunidades del verano, motivos para hacer un curso determinado o unos sin duda santos y buenos Ejercicios Espirituales en una hermosa Casa de oración y retiro. ¡Que también! Los tiempos gratuitos se empapan y se cuecen desde el silenciamiento interior. Me parece que necesitamos silenciarnos por dentro; “guardar silencio”, silencios gratuitos, silenciamientos hondos vacíos de tantas ideas, tantas teologías, tantos proyectos, tantas preocupaciones legítimas, tantos “quehaceres por hacer”, tantas preguntas sin respuesta plausible, tantos resquemores y quejidos por los que se fueron y nunca volverán, tantas prospecciones sobre cómo evangelizar a los jóvenes, a los alejados; tanto lamernos las heridas por los desatinos, delitos o pecados de la debilidad comprensible pero no justificable de tantos eclesiásticos y eclesiásticas. Tanto mirarnos al ombligo que olvidamos mirarnos el alma.

Desde el profundo silenciamiento místico de quien se siente invitado a descansar en las manos del Señor: “Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro” (Mt11,28). “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo y descansad un poco” (Mc 6,31). La valoración y la ejercitación de las pasividades, aderezadas con dosis intensas de silenciamiento interior (y exterior, claro), no son una pérdida de tiempo, no pertenecen a la zona oscura de la pereza interior, la “tristeza dulzona” (Francisco), la acedia o la negligencia que se nutren de Internet o de las series melosas de nuestra bien amada televisión a color. Son un reclamo no negociable, imprescindible, para quienes “sabemos de  quién nos hemos fiado” (2 Tim1,12)”.

 

Tiempo de desposeimiento

Tiempo de despojo y privanza. Tiempo para ir pasando del “solo vas quedando Tú” al “ya solo quedas Tú”. Las pasividades de los tiempos gratuitos, el silenciamiento de los ruidos que nos producimos nosotros mismos en nuestro interior, esas “contemplaciones en la acción” y esa espiritualidad “de ojos abiertos” con los pies bien firmes en tierra, nos van conduciendo, lenta pero inexorablemente, a la liberación de instrumentos, mediaciones, asideros, recursos, apoyos, sanas afectividades, búsquedas plus, seguros y reaseguros, títulos y acumulación superflua de conocimientos y másteres de última moda. Se va produciendo ese desnudamiento interior tan cercano al desnudamiento total de Jesús en la cruz. Jesús murió desnudo, por fuera y por dentro. Desnudo de trapos y desnudo de trampas subjetivas. Cada vez más, solo Dios fue quedando; porque solo Dios era menester. Cada vez más, como a Teresa siglos después, “solo Dios le bastaba”. Solo Dios se hacía Presencia incuestionable y liberadora de asideros inútiles y protectores de los asedios y los acosos provenientes de fuera y de dentro. Nuestros cautiverios. Jesús murió extramuros porque previamente derribó todos los muros de su ciudad más íntima. Jesús murió fuera de la metrópoli porque estaba muy dentro de Sí mismo, en la contemplación sin velos ni claroscuros del Misterio íntimo de su Abbà. Es el despojamiento absoluto, la abyección suprema, la desnudez total. Ya solo “en sus manos encomendaba su espíritu” (Lc 23,45). Desde la atalaya de la cruz contempló, en una última y velada mirada acuosa, la vida y la muerte.

El despojo es siempre turbador e impúdico. Echar lastres siempre es perder algo que se llevaba cerca, o dentro. Podar ramas es siempre entrecortar la savia. Derribar paredes es siempre abrirse a la claridad desconocida del otro lado. Despojarse es desnudarse, arrancar máscaras, jubilar caretas, renunciar a todos los carnavales de la ocultación personal, incluso ante uno mismo. Quedarse desnudo es quedarse solo, y quedarse expuesto. Despojarse hasta poder decir: “ya solo quedas Tú”, es, siempre, reto o desafío, riesgo e intemperie, lluvia sin paraguas o frío sin bufanda. Es confianza desmedida y salto en el vacío, puenting sin correas de seguridad, lanzamiento sin paracaídas, inmersión submarina sin oxígeno, ascensión a la cumbre sin piolet, ponerse en el centro de mira de quienes miran mal o atravesado. Es, simplemente, un acto de fe. También el sabio Qôhelet nos lo recuerda: “No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol.”(Eclesiastés 2,10-11).

Oración de las pasividades. Pierre Teilhard de Chardin

“Cuando en mi cuerpo (y sobre todo en mi espíritu) comience a manifestarse el desgaste de la edad. Cuando se lance sobre mí desde fuera…. o nazca en mí desde dentro el mal que al final acabe conmigo… En el minuto doloroso en que de pronto tome conciencia de que estoy enfermo o de que me hago viejo…

En ese último momento, sobre todo… en que sienta que escapo a mí mismo absolutamente pasivo en las manos de las grandes fuerzas desconocidas que me han formado… En todas estas horas sombrías… concédeme, Dios mío, comprender quién eres Tú… que abres dolorosamente las fibras de mi ser… para penetrar hasta la médula de mi sustancia…, para llevarme a Ti…, para llevarme a Ti…, para llevarme a Ti…”2

 

 

Las miradas de Jesús

Nos han educado, o domesticado, o acostumbrado, a mirar siempre hacia fuera, tal vez hacia delante, tal vez a nuestro alrededor (“las circunstancias”, de Ortega… o sea, lo que nos circunda y rodea). Y de tanto mirar al entorno y a los horizontes más cercanos y a golpe de vista, hemos olvidado, o postergado, mirarnos más hacia dentro, “mirar menos hacia atrás sin ira”, para mirarnos más hacia dentro con ternura. Es, seguramente, lo de Agustín, que de tanto indagar, lupa en mano y en ojo, fuera de sí y alrededor de sí, descuidó echar un vistazo dentro: “Tanto tiempo te busqué, Sabiduría, fuera de mí, y estabas dentro”, algo así decía en sus Confesiones. Mirarnos dentro, o mejor, contemplarnos dentro, con la mejor de las pasiones, con la más limpia de las miradas compasivas y empáticas, nos pone en situación de aprender a mirar hacia fuera y hacia las famosas periferias (últimamente de moda) con una mirada diferente: una mirada cordial, una mirada amable, una mirada comprometida y comprometedora. ¿Sería muy dogmático decir que quien no sabe mirarse hacia dentro con comprensión y clemencia, también con honestidad y veracidad, es incapaz de mirar hacia fuera sin recelos, resentimientos, miedos, enjuiciamientos y suspicacias? ¡Cuántas miradas hacia fuera y hacia las periferias (las existenciales y las geográficas) cargadas de desdén, de pavor, de dictámenes negativos, esconden miradas hacia dentro cargadas de escasa empatía personal, de rencores o frustraciones personales! ¡O ausencia de miradas interiores, veladas por tantos guiños de ojos hacia fuera!

Mirarnos a nosotros mismos como nos mira Jesús. La mirada de Jesús, las miradas de Jesús, eran siempre miradas limpias, miradas que nunca juzgaban, que nunca racionalizaban situaciones personales, que nunca aplicaban ningún código ético o dogmático para “judicializar” o criminalizar situaciones personales! ¡E chi sono io per giudicare…!, se atrevió a decir Francisco a bordo de un avión de regreso a casa. Dios mío, ¡y cómo le pusieron las miradas encorsetadas, dogmatizadas, racionalizadas, codificadas, estipuladas, las miradas con la viga dentro del ojo que escudriñan hasta la saciedad la virutilla en el ojo (aunque solo sea en un ojo), siempre ajeno! “Jesús se le quedó mirando y le tomó cariño” (Mc10,21). Las miradas de Jesús le nacen siempre de dentro, de las entrañas. No es un acto único y propio del sentido de la vista, parten de más adentro: nacen de su corazón. Por eso, Jesús no mira sin ver, no mira sin contemplar, no mira la corteza sino la médula de la gente; mira al corazón porque mira desde su corazón. Jesús siempre ad-mira lo que mira. Son miradas cargadas de misericordia, de ternura, de com-pasión, de clemencia. Miradas que sanan, miradas que ungen, miradas que limpian, miradas penetrantes. Nunca mira de soslayo, ni por encima del hombro; no son miradas aviesas o torvas.

Invitarnos a cruzar nuestras miradas con las miradas impolutas de Jesús, puede ser un buen ejercicio de vivir los tiempos gratuitos en el silenciamiento interior. Una buena ocasión para disfrutar los momentos que proporciona la paz interior del encuentro sereno con el Señor, en el diálogo sin palabras de quien simplemente está. Dejarnos mirar por Él y acoger su mirada pacificadora. Estar en Él y con Él desde el escenario interior de la santificación de las pasividades. No perder de vista a Jesús desde la consciencia de que Él nunca nos pierde de vista. Un cruce de miradas gratuito, cadencioso y cargado de armonía. Desde la estética de una mirada que no nos desenmascara para juzgarnos sino para dejarnos más libres, menos sobrecargados de certezas e ideas. Más no-sotros mismos.

¡Cómo sería la mirada de Jesús a la mujer descubierta, vista, mal vista con malos ojos, que nos presenta Juan en su capítulo 8! “A esta mujer la han sorprendido…” (8,4). Fueron ojos espías, atisbadores de posibles males, delatores e informantes, rastreadores de miserias humanas ajenas, no para sanar ni comprender, sino para enjuiciar y condenar: “la Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras” (8,5). Aplicar la Ley  siempre nos exonera –ingenuamente– de nuestras propias malandanzas. Condenar para eximirme de mis erratas; demonizar para desdemonizarme de mis propios delitos. Nos recuerda a los dos viejos verdes, mirones libidinosos de la joven y hermosa Susana, esposa de Joaquín, que “pervirtieron su corazón y desviaron los ojos para no mirar a Dios” (Dn13,9)… “día tras día acechaban ansiosamente para verla” (13,12)… “las puertas del parque están cerradas, nadie nos ve…consiente y acuéstate con nosotros. Si te niegas, daremos testimonio contra ti diciendo que un joven estaba contigo…” (13,20-21). Pero la mirada justa de Dios, a través del profeta Daniel, salva a Susana del falso testimonio y de la muerte, de las miradas obscenas y espurias. Como la mirada de Jesús, a la adúltera y a sus acusadores, libera a la mujer del pecado y de la Ley.

Jesús mira a la mujer con ojos de amistad y acogida en una sociedad tan machista como la que le tocó vivir. Fueron muchas las que le acompañaron y le fueron fieles hasta la muerte (Lc 8,1-3) e incluso después (Mc16,1-8). Son muchas las mujeres que reciben con liberación la mirada sanadora de Jesús: la hija de Jairo, la hemorroisa, la hija de la sirofenicia, la suegra de Pedro, la mujer encorvada por la vida, la samaritana del pozo de Jacob, las hermanas Marta y María, María Magdalena, la viuda pobre… Todas ellas recibieron miradas liberadoras y misericordiosas.

Jesús miró a Zaqueo distinguiéndolo entre otros muchos. Miró hacia arriba para descubrir al hombrecito avergonzado medio escondido en lo alto del sicómoro. Zaqueo también buscó a Jesús entre el gentío, con mirada de curiosidad y esperanza, escrutadora y anhelante. Se tropezaron las miradas, y en el silencio que rompió la algarabía de la entrada a Jericó, Zaqueo se dejó despojar de todas sus patrañas y corruptelas. Tras la mirada terapéutica y compasiva de Jesús, solo podía sobrevenir la celebración del encuentro festivo, la comida rica en vinos de quien compartía con publicanos y pecadores, sin miedo a las maledicencias de los fariseos, a las venenosas interpretaciones de quienes se sentían justificados por sus obras y solo por ellas; quienes le veían “con malos ojos”, con ojeriza. Una mirada, no perdida ni casual, sino certera e intencionada, convirtió al publicano en un hombre solidario y justo: “voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y en caso de que haya defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc 19,8).

Dos miradas de Jesús a dos de sus más cercanos, son profundamente reveladoras. La última  mirada a Pedro, el compañero, el amigo. Una mirada en una situación dramática, en un tiempo límite, que solo Lucas (Lc 22, 60-62) transmite: “En aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor… Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente”. No fue una mirada de reproche, ni de resentimiento, ni de culpabilización. ¡Jesús nunca miró así a nadie! Mucho menos a Pedro. Fue, tal vez, una mirada húmeda, de tristeza y dolor ante el amigo débil, el amigo cobarde, el amigo que le deja tirado en los momentos más trascendentales de su vida. Una mirada profundamente humana, profundamente emotiva y existencial, por parte de Jesús. Aquella mirada sobreseyó la infidelidad de Pedro, le desenmascaró con delicadeza y comprensión toda su vida, le restauró el tejido interpersonal corroído y manchado por su traición. Los ojos de Pedro ya no miraron nada, mucho menos a Jesús, simplemente se lavaron en lágrimas como Jesús, el día antes, le enjugó los pies en el Cenáculo. Una mirada en el silencio directa al corazón quebrantado de un Pedro arrepentido.

La otra mirada fue a Judas. El otro amigo, el otro compañero que compartió techo, comida y camino con el Maestro. ¡Cuánto se ha escrito y se ha especulado con su persona y su intencionalidad! Pero, ¿quién sabe qué ocurrió en el pecho de Judas, “el que le iba a entregar”?  Hay miradas cargadas de ternura y de dolor que son difíciles de sostener. Miradas cargadas de tanto amor que obnubilan el corazón y la mente. Judas no soportó aquella mirada llena de tristeza y cerró sus ojos, los del corazón y los de la mente, y, simplemente, se retiró para siempre de todas las miradas de Jesús. Ya nunca más, así suele pensarse, recibió su mirada clarividente. Se sumió en la oscuridad. Aunque nunca se sabe: ¡Jesús le quería! “Amigo…” (Mt 26,50), le llamó en Getsemaní.

Pero si alguna mirada del carpintero de Galilea está empapada de humanidad es su última mirada. La mirada decisiva. Junto al grito estentóreo de abandono y silencio de Dios. El grito y la mirada extraviada del hombre que muere injustamente, que debieron esperar “al tercer día”, para conocer la respuesta y la Mirada legitimadora de su Abbà. La mirada humana que se fue nublando por el sufrimiento y la angustia, pero sobre todo por el aparente fracaso absoluto de la vida. La mirada que se fue perdiendo en el silencio de la tarde que se fue vistiendo de luto mientras se rasgaba el velo del Templo. De todos los templos del mundo. El silenciamiento y el despojamiento de una hora, en una hora, ésta sí absolutamente gratuita. ¡Ha llegado la hora! La hora del absurdo y la ausencia del Padre. La hora kenótica, dirá Pablo. Una mirada desde la libertad total, no cegada por el Mal sino confiada al Amor incomprensible del Misterio de Dios: “En tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró”.  La mirada de Dios sobre la Humanidad.

 

1 J. B. Metz, Por una mística de ojos abiertos. Ed. Herder, Barcelona 2013.

2 Pierre Teilhard de Chardin, El Medio divino, Ed. Taurus, 4ª ed., Madrid 1965.