PROPUESTA DE RETIRO JUNIO

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UN CANTO AL AMOR

Desde la Exhortación Postsinodal “Amoris laetitia”. La alegría del amor

El pasado 19 de marzo de 2016, Solemnidad de San José, el papa Francisco hacía pública su Exhortación Apostólica “Amoris laetitia” (AL). Se trata de la reflexión teológica y pastoral que desarrolla el Papa a partir de los Sínodos de los obispos de 2014 y 2015. Un amplio y profundo documento que no ha dejado neutrales a los católicos de todo el mundo ni a otros muchos, no necesariamente cristianos, pero atentos y preocupados ante las realidades dispares y poliédricas de las familias en el mundo actual. No han faltado, también es conocido por todos, valoraciones positivas y valoraciones críticas y negativas al documento papal. Los medios de comunicación social, en ocasiones excesivamente interesados en noticias estridentes o candentes, también han hecho su labor con mayor o menor fortuna.

Lógicamente, en este momento no es nuestro objetivo ni una presentación ni mucho menos un análisis de la Exhortación Apostólica. Nos limitamos a tenerla como “telón de fondo”, como líquido amniótico dentro del cual podamos acercarnos a ese “canto al amor” que entona Francisco, y a toda la línea vertebral de la misericordia evangélica que recorre su escrito, desde la primera hasta la última página.

El amor, desde Jesús de Nazaret

Cualquier aproximación a alguna realidad de Dios o de los seres humanos, pasa necesariamente por Jesús de Nazaret. El cristocentrismo es tan abarcador, que solo en y desde Cristo tiene lugar cualquier aproximación a las realidades teologales y, por ende, a las realidades humanas. Incluso en este acercamiento modesto por nuestra parte, hemos de “terminar” y “empezar” por Jesús de Nazaret. “Cristo es la profundidad del amor”, nos dice John A. T. Robinson. “La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito”1 .  Y un antiguo autor, José Ramón Scheifler, nos dice. “No es posible hablar del amor cristiano sin detenerse ante la persona de Jesús, ante su manera de vivir el amor…”2.

No se trata, como todos entendemos fácilmente, de hacer ahora una presentación sobre Jesús y su mandamiento nuevo. Esto desbordaría los límites imaginables. He preferido contentarme con la presentación de dos parábolas, como opción metodológica, para pergeñar un poco más esa realidad de Jesús como centro último de explicación y legitimación de todo, y como única referencia de moralidad, teniendo en cuenta lo nuclear del amor que encontramos en las parábolas de Jesús. Como dice Benedicto XVI: “Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse también a partir de este principio (“el mandamiento del amor”). El rico epulón (cf. Lc 16,19-31) suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado…”3. O como nos recuerda el papa Francisco: “El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía”4. He seleccionado dos parábolas suficientemente conocidas por todos, y cargadas siempre de una profundidad personal y pastoral: la parábola del llamado Juicio final, y la parábola del buen samaritano, convencido de que son siempre fuente de espiritualidad y de oración.

La parábola del juicio final o de las ovejas y los machos cabríos

Desde este convencimiento en la identidad amor a Dios/amor al prójimo (y a uno mismo) y desde esa concepción enormemente evangélica del “hermano como sacramento”, podemos acercarnos al paradigmático texto de Mateo 25, conocido como “el evangelio del juicio final”.

Este texto cobró especial significación en las décadas de los 60’, 70’ y 80’ del siglo pasado, y ha sido considerado por muchos estudiosos, exegetas y/o teólogos, como un texto especialmente “singular”, en el sentido de estar dotado de una especie de “pretensión de síntesis” del primer evangelio, amén de entrever en él un sentido de fuertes connotaciones “políticas”, o al menos, muy relacionadas con la justicia social5. Así, dice Gustavo Gutiérrez: “Los exegetas se alarman del uso que un gran número de teólogos hace del texto y de las consecuencias que se han comenzado a sacar para la vida cristiana. Algunos estudios han aparecido recientemente que sin entrar en el fondo del debate, buscan tener en cuenta esta nueva problemática. Muchos factores intervienen en la revalorización de este texto. Hay aquí un terreno fecundo de investigación para exegetas y teólogos”6. Las interpretaciones al texto de Mateo son de distinto calibre, según explica Gustavo Gutiérrez acuciosamente en los inicios de la década de los 70’, pero no parece que podamos sustraernos del sentido central de la “parábola”: una vez más, existe una “identificación”, una “unidad” entre el amor a Dios y el amor fraternal. Pero, además, como sobresale claramente en el texto: no parece que pueda haber “salvación” prescindiendo de un amor a los demás que se “entrevera” originariamente con el amor a Dios. En tercer lugar, la dimensión que podríamos llamar de “justicia social” parece clara en este “juicio final”: “¡Bendecidos por mi Padre!, venid a tomar posesión del Reino que está preparado para vosotros desde el principio del mundo. “Porque tuve hambre y me alimentasteis; tuve sed me disteis de beber…” (Mt 25, 34-36). Y la maldición, el “envío al infierno” como “castigo” ineludible será para quienes “no reconocieron a Dios en el hermano”: “¡Malditos, alejaos de mí, id al fuego eterno que ha sido destinado para el diablo y para sus ángeles! Porque tuve hambre y no me disteis de comer, porque tuve sed y no me disteis de beber…” (Mt 25, 41-43). Estamos en el meollo de las conocidas como “obras de misericordia” que la Tradición cristiana ha consagrado durante siglos y que suponen como un vademécum para vivir “el espíritu de la misericordia” según Jesús, de un modo singular durante el presente Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Cuando se nos extravía esta hoja de ruta el Jubileo se queda en actos “secundarios”, complementarios, que lo acompañan pero no lo desentrañan ni nos comprometen adecuadamente.

Pero tal vez la insistencia mayor haya que situarla en ese “desconocimiento” que arguyen tanto los “benditos de Dios” como los “malditos” para identificar al Rey de las naciones (indudablemente, Cristo) con el hermano hambriento, sediento, extranjero o migrante, sin techo ni vestido, enfermo o en la cárcel… La “confusión”, o más grave aún, la “ignorancia” (¿vencible o invencible?) entre la paridad del amor al necesitado y el amor a Dios, genera “premio o castigo”. El premio es obvio: “venid a tomar posesión del Reino…”, el castigo también lo es: “alejaos de mí”. Cercanía y unión con Dios, como castigo; alejamiento y distanciamiento “eternos” con Dios, como castigo. Cabría pensar que “de haber sabido” que el rostro de Dios (de Cristo) se refleja en el pobre, o en el enemigo, habrían actuado de otra manera; sin excluir una motivación interesada y egoísta. Pero el Evangelio es claro en esta parábola de Mateo 25: “sabemos” ya de la concomitancia entre el amor a Dios y el amor al hermano sufriente. “Se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana…  Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios”7, insiste el Papa emérito.

Recordemos cómo lo redacta la tradición de Mateo: “Entonces, los buenos preguntarán. ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer…? El Rey responderá: ‘En verdad os digo que, cuando lo hicisteis con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicisteis  conmigo” (Mt 25, 37-40). Y la contrapartida, el “contrapunteo”, referido a “los malos” sigue las mismas pautas literarias: “Aquellos preguntarán también: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo o forastero, enfermo o encarcelado, y no te ayudamos?’ El Rey les responderá: ‘En verdad os digo que siempre que no lo hicisteis con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, conmigo no lo hicisteis” (Mt 25, 44-45).  No parece complicado sacar algunas conclusiones que parecen evidentes: sobremanera, la nítida identidad entre el Rey y “los más pequeños”, “que son mis hermanos…”. Esta aclaración parece ser la clave del premio o castigo posterior: quien actúa bien con el hermano, actúa así con el Rey (con Cristo, hermano universal), y a la inversa: el daño que se haga a un hermano, o la omisión, es siempre un menoscabo al Rey, es decir, a Cristo. Por otra parte, la expresión “en verdad os digo…”, que introduce las respuestas a las demandas, tanto de “buenos” como de “malos”, viene, redaccionalmente a subrayar, dar fuerza y autoridad a lo que viene a continuación.

Gustavo Gutiérrez nos recuerda cómo “el texto de Mateo nos dice que, en definitiva, seremos juzgados por nuestro amor a los hombres, por nuestra capacidad de crear condiciones fraternales de vida. En una perspectiva profética, el juicio (‘crisis’) se hará, según Mateo, en base a la nueva ética que surge de ese principio universal del amor”8. Estamos, pues, ante un texto con fuerte calado ético referido “al final de nuestra vida”: se nos juzgará según nuestras actitudes hacia los demás. El amor, una vez más, se convierte en clave de bóveda de la actuación moral de los seres humanos.

Son muchos los ejemplos que seguramente se podrían traer a colación sobre este texto; hacemos referencia solamente a unos párrafos del que fuera best seller en el ámbito de la literatura religiosa, “Sincero para con Dios”, del obispo protestante John Robinson, que de algún modo se inscribe en la corriente teológica de los años 70’-80’: “Vivir en Cristo Jesús, en el ser nuevo, en el Espíritu, significa no tener otro absoluto que su amor, estarle totalmente entregado pero totalmente desasido de cualquier otra observancia. Y esta apertura total en amor al ‘otro’ y para su propio bien, es igualmente el único absoluto para los no cristianos, como nos lo enseña la parábola de las ovejas y los machos cabríos. Pueden no reconocer a Cristo en ‘el otro’, pero en la medida que hayan respondido a la llamada de lo incondicional en el amor, han respondido a Cristo –porque Cristo es la ‘profundidad’ del amor–. La ética cristiana, pues, no está reservada únicamente a los cristianos, y menos aún tan solo a los religiosos”9.  Para el teólogo protestante, el mandamiento del amor, por su universalidad, por estar apoyado en Cristo, “profundidad del amor”, abarca a todos los seres humanos, más allá de las opciones religiosas, para convertirse en una “ética universal”, una especie de “ética de mínimos”, como dicen algunos actualmente. En cualquier caso, la “universalidad del amor” puede ser considerada una piedra maestra sobre la cual erigir el edificio de una “moralidad universal”, al menos, desde algunos presupuestos.

Ese amor a los necesitados, a los pobres, cobra un sentido especial con la categoría de pobre. Un concepto complicado, con muchas aristas, y que ha sido –y sigue siendo– motivo de polémicas y discrepancias si se entiende como “pobreza de espíritu” o como “pobreza real”. De aquí toda la discusión en torno a la opción preferencial por los pobres. Debemos recordar cómo en la parábola del juicio final está presente esa figura del pobre a quien algún teólogo ha denominado como lugar teológico por excelencia, y otros hablan de los pobres como clave hermenéutica para leer el evangelio (Juan Luis Segundo). Incluso hay quien, remedando el conocido dicho teológico, ha llegado a expresar que “fuera de los pobres no hay salvación” (F. J. Vitoria; Jon Sobrino). “La gran parábola del juicio final en el evangelio de Mateo muestra de modo irrefutable su sentido de reivindicación del pobre, marginado, oprimido e indefenso frente a los diversos obradores de injusticia”10.

Puede ser el momento de traer a colación unas comprometidas palabras de San Juan Pablo II con referencia a los pobres: “Aprovecho gustoso esta ocasión para reafirmar que el compromiso hacia los pobres constituye un motivo dominante de mi labor pastoral, la constante solicitud que acompaña mi servicio diario al pueblo de Dios. He hecho y hago mía la ‘opción’; me identifico con ella. Y estimo que no podría ser de otra forma, ya que éste es el eterno mensaje del evangelio. Así ha hecho Cristo, así han hecho los apóstoles de Cristo, así ha hecho la Iglesia a lo largo de su historia”11.

La parábola del buen samaritano

Otro texto paradigmático que no podemos soslayar a la hora de acercarnos a ese amor fraterno, tal como Jesús nos lo enseñó, es, sin duda, la conocida parábola del buen samaritano: Lc 10,25-37: “una parábola sobre el Reino de Dios”, dice Pagola siguiendo a otros teólogos. No se trata de detenernos excesivamente ahora en ella, pero sí recordar algunos aspectos seguramente de todos conocidos. En primer lugar, recordar “las razones más profundas” que mueven al samaritano a socorrer al herido de la cuneta: son motivaciones primariamente “humanas”, de una solidaridad aparentemente no fundamentada en causas religiosas. Los autores nos recuerdan la traducción exacta del verbo griego que usa Lucas, y que traducimos al castellano por “se compadeció” (v.33b): “splankhnizein” (Lucas usa el mismo verbo para referirse a los sentimientos de Jesús ante la viuda de Naín: “al verla, el Señor se compadeció de ella” –Lc 7,13–; es también el sentimiento que embarga al padre de la llamada “parábola del hijo pródigo” cuando otea, a lo lejos, el regreso de su hijo pequeño: “cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión” (Lc 15,20). Sin embargo, una traducción más literal, aunque posiblemente “menos literaria o menos elegante”, sería: “se le revolvieron las entrañas”. El padecer-con, com-padecerse, supone que a uno “se le revuelven las tripas”, “poniéndose en el pellejo del otro”. Es lo que le ocurrió al “buen samaritano” cuando “vio” a un  hombre anónimo que está “en el margen” del camino. “El samaritano se acerca al herido que está al borde del camino no por un frío cumplimiento de una obligación religiosa, sino porque se le ‘revuelven las entrañas’, porque su amor por ese hombre se hace carne en él”12.

De esta parábola podemos entresacar otro aspecto importante del amor al hermano, como lo entiende Jesús: lo concreto del amor, su “puesta en acción”, el realismo con que hay que actuar con amor en un momento determinado, lo que podríamos llamar la historicidad del amor. Jesús, recordémoslo, no da explicaciones teóricas sobre el amor, no especula con ello, ni tampoco “define” a Dios como amor, simplemente ama y saca consecuencias. El término bíblico ágape solo lo utiliza para hablar del “amor a los enemigos”. Jesús es muy concreto al hablar del “amor”, y los sinópticos utilizan verbos más “activos”: compadecerse del que sufre, perdonar al que nos ha ofendido, dar un vaso de agua, ayudar al necesitado, etc. Nos recuerda José Antonio Pagola: “Amar al prójimo es hacer por él en aquella situación concreta todo lo que uno pueda. En la parábola del buen samaritano se describe, con un detalle cómo se acerca al herido de la cuneta y hace por él cuanto puede: desinfecta sus heridas con vino, las cura con aceite, las venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él y está dispuesto a pagar cuanto haga falta”13.

Así, la parábola del buen samaritano nos presenta una acción realista, concreta, “práctica”, desvinculada de motivaciones religiosas, realizada por un hombre “poco aceptado”, mal visto por los judíos que escuchaban la narración de Jesús: ¡un samaritano! Por otra parte, no hemos de olvidar las “razones religiosas, rituales” por las que el sacerdote y el levita, que venían del templo, pretextaron su negativa de auxilio al hombre herido (algunos autores no aceptan las “razones rituales” como las verdaderas razones para no atender al herido) y continuaron su camino: “dan un rodeo”, no habían entendido, ciertamente, la profunda relación-unión entre el amor a Dios (incluso en la sacralidad del Templo) y el amor al hermano (en la profanidad de la cuneta). Por el contrario, el samaritano se detiene, a pesar de la peligrosidad del camino, junto a un desconocido, que estaba necesitado, sin más asuntos previos, sin preguntar quién era; y lo auxilia.

Estamos ante una “parábola del Reino”, es decir, una aproximación literaria y pedagógica que lleva siempre a la comprensión de Dios y su Reinado; es decir, en el trasfondo de esta parábola –como en todas– bulle la imagen del Dios/Amor, del Dios, “misericordia entrañable”. Por ello, la narración de Jesús impacta, aturde, y seguramente escandaliza a los judíos que la escucharon por primera vez: “La sorpresa de los oyentes no puede ser mayor. ¿Cómo puede Jesús ver el reino de Dios en la compasión de  un odiado samaritano? ¿Será verdad que la misericordia de Dios nos puede llegar no del templo ni de los canales religiosos oficiales, sino de un enemigo proverbial? Jesús los desconcierta. Él mira la vida desde la cuneta, con los ojos de las víctimas necesitadas de ayuda. No hay duda. Para Jesús, la mejor metáfora de Dios es la compasión hacia un herido”14. Jesús ha saltado los límites religiosos, éticos, cultuales, de su pueblo judío: la misericordia no se reserva a un pueblo determinado, ni a una religión, una raza, o una ideología concretas: el amor está más allá de todas estas diferenciaciones –legítimas, sin duda– que hemos hecho los seres humanos. El amor no es privilegio ni exclusiva de nadie, y la misericordia se extiende, incluso, a los enemigos, a los rivales, a los contrincantes, a quienes no piensan como nosotros. La parábola de Jesús invierte todo un sistema de pensamiento cultural y religioso-cultual en el pueblo judío.

Y hay otro aspecto importante en esta parábola de Jesús, en el que a veces no reparamos: se trata de una respuesta a una pregunta capciosa de un “teólogo” del momento: “Se levantó un maestro de la Ley, y para ponerlo en apuros le dijo: ‘Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” (Lc 10,25). La respuesta de Jesús es totalmente “clásica”, “tradicional”, “ortodoxa”, no deja lugar a ninguna duda ni polémica porque se retrotrae a la misma Biblia, lo que deja desarmado al religioso “buscapleitos”. El maestro de la Ley no quedó conforme porque su diatriba había sido sobreseída de un modo inesperado; de modo que cuando Jesús se ratifica en el “amar a Dios y al prójimo como a ti mismo”, siguiendo la Ley judía, el maestro insiste desplegando la pregunta: “¿y quién es mi prójimo?” (v. 29b).  La traducción que seguimos explica el motivo de la nueva pregunta traduciendo: “pero él (el maestro de la Ley) quiso dar el motivo de su pregunta” (v. 29a). Otras traducciones, posiblemente con mejor interpretación, dicen: “pero él, queriendo justificarse”.

En cualquier caso, Jesús deja boquiabiertos a todos cuando “presenta” al verdadero prójimo, que no es precisamente ni el levita ni el sacerdote, ni evidentemente el hombre herido. Jesús presenta al prójimo-próximo por antonomasia: ¡es el samaritano!  Y aquí está el elemento “novedoso” de esta ética del amor que Jesús presenta. “La parábola del buen samaritano termina con la famosa inversión que hace Cristo al interrogante inicial. Le preguntaron ‘¿quién es mi prójimo?’, y cuando todo hacía pensar que prójimo es el herido que se halla al borde del camino, Cristo preguntó ‘¿quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?’ (Lc 10,29 y 36). Prójimo, como se ha dicho, no es aquel que yo encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino yo me pongo”15. Es muy clarificadora la constatación del teólogo peruano porque nos recuerda que “hemos de aproximarnos” al otro, “ponernos en su camino”, “salir al encuentro”, en definitiva, “el próximo es aquél a quien uno se aproxima”. Y Benedicto XVI nos dice con relación a esta parábola: “La parábola del buen Samaritano nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de ‘prójimo’ hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel…  ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto… La Iglesia –añade el Papa– tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros”16. Resalta de un modo especial en esta cita la gran profundidad teológica y la capacidad de síntesis del Papa emérito Benedicto XVI.

La “novedad” que introduce Jesús en esta nueva ética, o mejor, en este mandamiento nuevo (que por eso es “nuevo”), es el protagonismo, la acción decidida que cada uno de nosotros debe arrostrar saliendo a la búsqueda del prójimo. La iniciativa es, pues, del cristiano, que ante una necesidad determinada reconoce a Dios en el rostro del necesitado y se pone a su servicio.

Pero esta caridad en acción, esta aproximación al que sufre aunque sea alguien desconocido, anónimo, o de otra raza, lengua, ideología, religión, no puede quedarse en una caridad individualista, no puede limitarse a una ayuda puntual ante una necesidad concreta. Estaríamos cayendo en el asistencialismo, tantas veces abrazado por muchos cristianos, posiblemente sin mala intención, más por ignorancia que por otra cosa. Sin embargo, parece un rebajamiento de la dignidad personal de todo el que sufre, amarle “por amor de Dios”, como se ha dicho y defendido durante tanto tiempo en muchos sectores de la Iglesia. Hasta tal punto que el concepto “pordiosero” nace precisamente de esa ayuda asistencialista realizada “por amor de Dios”: “por-diosero”, ni como ayuda justa y debida al necesitado simplemente por ser una persona. Como si el otro fuera el receptáculo donde poder depositar mi limosna y “de paso” tranquilizar mi conciencia.

Concluimos con unas palabras del papa Francisco: “El amor no es solo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo ‘amar’ en hebreo: es ‘hacer el bien’… Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir”17.

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1 Benedicto XVI, Deus caritas est, 12.

2 José Ramón Scheifler, El amor evangélico hoy y aquí, o.c., 101.

3 Benedicto XVI, Deus caritas est, 15.

4 Francisco, Amoris Laetitia, 92.

5 La parábola forma parte del “bagaje” de predilección de los teólogos de la liberación, entre ellos, Gustavo Gutiérrez; así como de los teólogos de la secularización como el norteamericano John A. T. Robinson, en su conocida obra de los años 60’, Honest to God.  También se han ocupado de él otros teólogos conocidos como Mehl, el exegeta Trilling, etc., así como la teología política  de John B. Metz.

6 Gustavo Gutiérrez,  Teología de la liberación. Perspectivas,  Ed. Sígueme, Salamanca 1972, 254.

7 Benedicto XVI, Deus caritas est, 15.

8 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, o.c., 258.

9 John A. T. Robinson, Sincero para con Dios (Honest to God), Ed. Ariel, Barcelona 1968, 3ª ed., 184.

10 Andrés Torres Queiruga, Del terror de Isaac al abba de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Ed. Verbo Divino, Estella 1999, 2ª ed., 256.

11 Juan Pablo II, Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana, 2 dic. 1984; en: rev. Ecclesia 2204, 1985, 14.

12 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, o.c., 259.

13 José A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica,  Ed. PPC, Madrid 2007, 1ª ed., 258, id. 141.

14 J. A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica, o.c.,  141.

15 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, o.c., 257.

16 Benedicto XVI, Deus caritas est, 15.

17 Francisco, Amoris Laetitia, 94