(Silvio Báez, Managua). Jesús va al desierto al inicio de su ministerio después de recibir el bautismo para recrear el camino de Israel y con su fidelidad inquebrantable al Padre vencer las insidias del maligno. Esta experiencia es mucho más que un simple dato cronológico de su vida. Es una auténtica prolepsis de su muerte en la cruz, cuando definitivamente entrará en el desierto último, allí donde se caen todos los apoyos humanos y se experimenta el terror del final absoluto. Como al inicio de su ministerio, también en este momento decisivo, que Lucas llama «la hora del poder de las tinieblas» (Lc 22,53; cf. Jn 13,2.27), Jesús sale vencedor como Mesías e Hijo de Dios. Atravesar el desierto de la muerte amando y confiando es la Pascua.
El desierto es una experiencia necesaria para la fe. Allí se revela lo más profundo y más auténtico del hombre. Es el tiempo del conocimiento propio, de la experiencia de la propia fragilidad y del no-saber, de la tentación de abandonar o de seguir el camino más cómodo. Al mismo tiempo en el desierto se ejercita la fe en modo excepcional al descubrir y experimentar que lo único esencial y vivificante para la existencia es vivir una relación de gratuidad y fidelidad amorosa con el Señor, pues «no sólo de pan vive el hombre» (Dt 8,3; Mt 4,4; Lc 4,4). En el camino de la fe el creyente necesariamente pasa por el desierto pues tarde o temprano experimenta la alteridad radical de Dios y se ve delante de caminos y criterios completamente distintos de los suyos.
Sin embargo, al desierto no se va por propia iniciativa pues es exponerse a la muerte (cf. Gen 21,14-16; 1Re 19,4). Es el Espíritu quien nos conduce al desierto, como condujo a Jesús. Solo el Espíritu nos puede hacer caminar en el desierto (Lc 4,1) y transformar ese lugar terrible y mortal en tiempo de revelación del amor eterno y vivificante del Señor, pues «cuando el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en nosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos da también la vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en nosotros» (Rom 8,11). Atravesar el desierto, amando y confiando, guiados por el Espíritu, es vivir la Pascua.