«SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE ES MISERICORDIOSO» (Lc 6,36)
Dios es misericordia
Cuando en la tarde noche del 13 de marzo de 2013, apareció la figura entrecortada y aparentemente asustada de Jorge Mario Bergoglio, cardenal arzobispo de Buenos Aires, que acababa de ser elegido obispo de Roma por un centenar largo de cardenales nombrados por sus antecesores San Juan Pablo II y el papa emérito Benedicto XVI, nadie intuía qué nos depararía aquel insólito nuevo papa. Se llamaría, curiosamente, Francisco, era argentino, latinoamericano, y venía “del otro extremo del mundo”, de las “periferias geográficas y existenciales”, como nos enseñó después a pensar y a optar.
Serían muchos los gestos, muchas las palabras, muchas las singularidades que a partir de entonces, aquel nuevo papa, jesuita por demás, nos iría ofreciendo, casi a diario, para estupor de muchos, esperanza de otros tantos y perplejidad o rechazo de no pocos. Desde entonces hasta hoy, cuando escribo estas líneas. El papa Francisco pasará a la historia por muchas cosas, pero, entre todas, opino que será llamado para siempre “el papa de la misericordia”. El 8 de diciembre de 2015 se abrió esa “puerta de la misericordia” (cf. MV, 3) en un Jubileo ines- perado, seductor y provocador, anticipado no solo por su Bula “Misericordiae vultus”, del 11 de abril de 2015, sino sobre todo, por lo que se ha convertido en una tradición papal en Francisco: sus palabras y fundamentalmente sus gestos y sus iniciativas empapadas de misericordia. Un “papa de la misericordia”, o mejor, un “papa misericordioso”. ¡Como Dios!
Pero Francisco, obviamente, no solo no es Dios, sino que se ha definido a sí mismo como “un pecador”, ni más ni menos. Francisco no se ha inventado la misericordia. Su propuesta jubilar que a todos los católicos nos atañe, no es una novedad; no debería serlo. No es una opción “revolucionaria”; ni, por supuesto, “una opción de izquierdas”. No es “una ocurrencia más” –como algunos opinan– de un papa mal interpretado como “populista”, de un papa con tics argentinoides, un jesuita que “va a su aire”, un papa que “no sabe teología”, que parece más “un cura de pueblo” que un Sumo Pontífice.
Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, es ciertamente un “papa singular”, diferente, que provoca perplejidad y “da susto” a no pocos. Pero Francisco no es “el autor de la misericordia”, no es una palabra que se haya inventado, o un concepto bíblico novedoso, o una verdad teológica rescatada del baúl de los recuerdos de la vieja Iglesia que nació del carpintero de Galilea. Lo que simplemente está haciendo Francisco es “recordarnos” algo tan elemental como que “Dios y solo Dios es misericordia”. Y esto sí que, no pocas veces, lo hemos olvidado en el trajinar diario de nuestra Iglesia.
Dios es misericordia
Es sabido que desde que los seres humanos poblamos este planeta nos hemos afanado por “definir” a Dios. No solo la Biblia está llena de esos intentos fallidos, también la teología, la literatura, la filosofía, todas las religiones, incluso el silencio buscador o indiferente de quienes prefieren no buscar nombre a alguien que ni existe ni les interesa. De Dios es mejor decir lo que no es que lo que es, decía más o menos Santo Tomás de Aquino. Y con él muchos más. Pero es cierto que según concibamos a Dios, según “le nombremos”, según “le definamos” en nuestra vida, ésta será una vida auténticamente cristiana o una vida cristiana adulterada, errática o descafeinada. No es inocente nombrar a Dios, es decir, experimentarlo, concebirlo, vivirlo, de un modo u otro. La retahíla de imágenes sobre Dios es más significativa y decisiva de lo que a veces pensamos. Porque como “sea” Dios para mí, intentaré yo “ser” para Él y ante Él. Mi icono de Dios es el icono de mi modo de vivir mi vida cristiana. Lo que “sea” Dios para mí, seré yo para los demás. Por eso “el nombre” es tan importante en el caldo de cultivo bíblico. Y por eso el proceso constante de mi purificación del nombre de Dios es clave en mi vida cristiana, es decir, en mi modo de entender y vivir la vida. El Padre es “rico en misericordia” (Ef 2,4).
La misericordia se nos resiste
La misericordia, empero, se nos resiste “porque es Dios”, y nuestro código genético se defiende de asumir un Dios “así”, un Dios bueno. “¿Por qué me llamas bueno?, solo Dios es bueno”, rectificaba Jesús al joven del camino, dicen que rico. “Ser como Dios”, o “vivir como Dios”, o “estar como Dios”, en el argot popular, no siempre exento de maledicencia y falta de respeto, fue el anzuelo con el cebo envenenado que lanzó el Maligno a “nuestros primeros padres”, es decir, a lo más vertebral e íntimo de los seres humanos: “seréis como dioses”. Sí, todos queremos ser Dios, vivir como Dios, descifrar a Dios para manipularlo y ponerlo a nuestro servicio. El pecado adámico es más que un símbolo bíblico, es un descubrimiento vergonzante del corazón insatisfecho de los humanos. Pero junto a esa “necesidad genética”, antropológica, de ser como Dios, enseguida nos tropezamos con la terca realidad de que no lo somos. Es entonces cuando disfrazamos a Dios con el disfraz de nuestras ansias, posiblemente legítimas, pero siempre frustrantes y decepcionantes: le llamamos omnipotente porque nos gustaría poseer todo su poder; le llamamos omnisciente porque nos gustaría poseer toda la ciencia y la sabiduría necesarias para dominar al otro; le llamamos inconmensurable, infinito, aseidad pura, porque tenemos “sed genética” de poseer y disfrutar esos y todos los atributos con los que intentamos descifrarlo, es decir, ponerlo a nuestro servicio. A Él, y al resto de los seres humanos. Pero la bondad es otra cosa, huele a debilidad, a fragilidad, se nos antoja que nos vuelve tontos, permisivos, a veces “a-legales” (“la misericordia se ríe del juicio”, dice Santiago), y hasta puede poner en solfa el “orden establecido” y sumirnos en el caos, el terrible caos que nos amenaza cuando la misericordia compite contra la Ley, o la supera, o la pone entre paréntesis, o en entredicho, o en sospecha, o en abierta de-sobediencia (“Maestro, la Ley de Moisés nos manda lapidar a esta mujer sorprendida en flagrante adulterio… ¿tú que opinas?”) . Pero la gracia supera siempre la Ley, nos recuerda Pablo, para quien la Ley es un simple “pedagogo” al servicio de las personas.
El hombre y la mujer del Antiguo Testamento tardaron siglos en descubrir, o en aceptar, o en convencerse, de que Dios es amor, de que es “lento a la ira y rico en piedad y misericordia”. Se resistían a “tener” un Dios que pudiera parecer débil, frágil, bobalicón, condescendiente, complaciente. La Ley era más segura, estaba fijada, escrita en las Tablas, no admitía dudas ni reservas… ¡Dios sí! Se les escabullía entre los dedos cuando lo atisbaban “bueno”. Por eso dice el filósofo José Antonio Marina que “Dios tardó milenios en hacerse bueno”. O sea, la gente tardó milenios en “ponerle a Dios el Nombre que Él siempre tuvo”, el Nombre por el que creó ex amore, más que ex nihilo, el Nombre “sobre todo Nombre”: Misericordia. Dios se llama misericordia. Pero prefirieron llamarle con otros atributos –también ciertos, pero insuficientes, alicortos, parciales, y hasta tendenciosos–. Hubo un largo proceso para transitar, en el Antiguo Testamento, de un Dios omnipotente cargado, por tanto, de poder, seguridad y dominio, al frágil Dios del amor, como lo “definió”, esta vez sí y mejor que nadie, San Juan en sus Cartas. El Dios omnipotente se fue convirtiendo en el Dios impotente, pero no sin dificultades, escaramuzas y mucho tiempo de reflexión, y supongo que de oración, y sobre todo, tras mucho “trabajo” del Espíritu Santo que siempre revoloteaba en Palestina aunque todavía no lo tuvieran tan claro. Francisco nos recuerda unas palabras de Santo Tomás de Aquino: “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia” (MV, 6). El Jesús “kenótico”, del insuperable himno cristológico de Pablo a los Filipenses, tardó mucho en asimilarse plenamente. Y, aún hoy, nos cuesta asumirlo: preferiríamos un Jesús siempre triunfante.
¿Por qué Dios es bueno (misericordioso)?
Hace unos años, un filósofo inglés, Christopher Hitchens, escribió un libro con un título blasfemo: “Dios no es bueno” (2008), aunque el contenido no se corresponda del todo con el título. Pero es un título devastador. ¿Se puede “decir” algo peor de Dios? Se trata de una blas-femia (literalmente, “hablar mal de alguien, o de Dios) más contundente que las que oímos frecuentemente en bares, tabernas o tertulias de amiguetes. Pero, aunque escandalosa, si lo pensamos bien, es la contrapartida de algo muy frecuente entre los cristianos: no estamos tan convencidos de que Dios sea bueno, de que sea misericordioso. Es el “abc” de nuestra fe, del Catecismo, pero no acaba de convencernos, tal vez porque sabemos que somos nosotros “los que no somos buenos”; o, tal vez, porque la bondad, la misericordia, se nos antojan excesivamente arduas, difíciles, imposibles, casi surrealistas. Tampoco acabamos de creernos que Dios nos ama. En este caso, quizás, porque no nos amamos lo suficientemente a nosotros mismos, o tenemos dudas de que alguien pueda amarnos, o no estamos tan seguros de que efectivamente amemos a alguien. Si Dios no es bueno, si Dios no nos ama, entonces tiene razón el filósofo ateo Hitchens. Pero Dios, tan insólitamente como siempre, se nos ha revelado como un Dios cargado de bondad. No sé por qué. Intuyo que se debe a que Dios “sabe” que solo el amor, la misericordia, la consolación, la compasión, pueden salvar al ser humano. “Salvar” quiere decir legitimar, dar sentido, justificar la existencia, ser felices, realizarnos, vivir con armonía, con paz moderada, con alegría contenida en medio de los rasguños y heridas de la vida; la mía, la de los demás, la del Universo entero. Seguramente por eso Dios tiene fe en el amor. (“Solo el amor es digno de fe”, nos recuerda Von Balthasar). Dios apostó por el amor porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), porque Dios “solo puede, solo sabe, solo quiere amar”, nos dice ahora Torres Queiruga. Dios es un creyente en el amor; Dios tiene fe en la misericordia. “Eterna es su misericordia” (Sal136). “Misericordiosos como el Padre es el ‘lema’ del Año Santo” (MV 14).
Pero la misericordia es ardua…
“No es fácil” la misericordia, porque es troncal; es el tronco añoso de nuestra fe, la columna vertebral, la piedra angular, la clave de bóveda. Lo demás son las ramas, el follaje, fáciles de manipular, de moldear, de podar incluso. El tronco de nuestra fe es tan robusto como el mismo Dios y su Hijo Jesucristo, por eso “se nos resiste” la misericordia: no podemos arrancarla, ni trastocarla, ni manipularla, como hacemos con las leyes y las costumbres, con las ideas y hasta con los dogmas susceptibles de verterse en formulaciones culturales nuevas o en lenguajes más asequibles a la gente de hoy. La misericordia, tronco robusto de nuestra vida y nuestra fe, nos atrae pero nos supera, nos encandila pero nos pone en jaque, la predicamos pero somos reacios a ponerla en práctica. La misericordia es incómoda, ingrata, sacudidora. Y es así porque no es negociable, no es opcional, no es aleatoria, no es una “ocurrencia” del papa Francisco, ni un nombre más que poner a Dios para tenerlo de nuestra parte. La misericordia es sí o sí. No admite cambalaches, contubernios, pactos o descafeinamientos; la misericordia no es fruto de un momento cultural histórico concreto: no es de nuestro siglo, pero tampoco lo fue de los largos siglos veterotestamentarios, ni es fruto de los grandes concilios del primer milenio, ni de Trento, ni del Vaticano II. No es de izquierdas o de derechas; no es de progresistas o conservadores. La misericordia no puede matizarse, sutilizarse, no pueden disminuirse sus decibelios ni quitarle peso ni densidad. Porque la misericordia es densa, definitiva, y por eso es ardua, compleja, difícil.
Solo desde Dios podemos “alcanzar misericordia” y, sobre todo, “ser misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Pero no por eso la misericordia, es decir, el tener un corazón apegado y contagiado con la miseria del otro, es posible. Porque ésa es, todos lo sabemos, la etimología de misericordia: tener el corazón, centro de la persona humana, vinculado y adherido a quien vive la miseria o se siente miserable, a quien se quedó petrificado en las cunetas de la vida, o ni siquiera tuvo opción de “salir al camino de la vida” como el ciego de Jericó; es la com-pasión, vivir el “pathos” del otro, abducir al otro para sanarlo sanándome yo; curar sus heridas mientras me dejo curar mis rozaduras por él. Una especie de sim-biosis desde el amor y por el amor. A Jesús “se le revolvían las entrañas” (misericordia y compasión) ante el desgarro del hermano sufriente. Esa sería la mejor traducción del verbo griego utilizado por los evangelistas. Quien tiene misericordia percibe que “se le revuelven las entrañas” ante la injusticia, la desigualdad, las muertes prematuras, violentas o innecesarias; quien es misericordioso se rebela ante el odio, el egoísmo, la avaricia, el abuso, la explotación… de uno mismo, y del mundo tocado por el misterio del Mal que siempre padeceremos. Quien es misericordioso lucha, no permanece neutral, inerme, pasivo, indiferente, espectador, ante la usurpación de la dignidad de tantos seres humanos. Pero esto es peligroso, arriesgado, a veces malvisto. Por eso decimos que la misericordia es ardua… Porque la con-versión que nos lleva a ella se transforma en sub-versión, y, en ocasiones, nos lleva a ser contra-culturales: nos precipita de la conversión a la subversión justa en defensa de la dignidad de los hijos de Dios. En otras palabras, la misericordia es “cosa de conversión”. Convertirse a Dios es convertirse a su misericordia, porque Dios –ya lo hemos dicho– es misericordia.
Siempre, la conversión
En otras palabras, la misericordia es “cosa de conversión”. Convertirse a Dios es convertirse a su misericordia, porque Dios es misericordia. Pero la conversión no es, ni solo ni principalmente, cosa mía. Todos lo sabemos: la conversión no es solo para cuaresma, o quizás para adviento; es un proceso gradual, de subi-baja, con meandros constantes, con alegrías y tristezas, con fidelidades e infidelidades, con etapas y temporadas frías, tibias o cálidas. Supone mi apertura interior a la obra de Dios. Porque es, también, o tal vez, sobre todo, “cosa de Dios”. Dios nos con-vierte, nos re-vierte hacia Él, si nosotros lo dejamos. Dios es elegante: siempre respeta nuestras opciones, nuestra libertad responsable, incluso nuestro pecado. Pero siempre está a la espera, y siempre nos invita a salir de la di-versión, de la di-vergencia, para transitar libremente hacia la con-versión, hacia la con-vergencia. Así lo explicaba Pascal, más o menos. Dios nos invita a ir al centro, al mismísimo centro del que nos habla San Juan de la Cruz. Nos estimula a no estar des-centrados, sino con-centrados, es decir, centrados en Él sin dejar de estar centrados en nosotros mismos; o, tal vez mejor: centrados en nosotros mismos para poder estar centrados en Él. Porque es Dios quien invita a la conversión y ofrece conversión. Convertirse a Dios es un poco convertirse en Dios (la inevitable ansia humana de la que hablábamos antes). Pero sin dejar de ser nosotros mismos, y sin dejar que Dios sea Dios. No hay confusión ni co-fusión posible: Dios es Dios y yo no puedo (ni quiero) dejar de ser yo. Pero convertirse a Dios es convertirse a la misericordia porque no puede ser de otro modo. Por eso solo desde Dios se puede ser misericordioso “como es Dios”. Él nos llama a la misericordia cuando nos invita a la conversión, es decir, a parecernos a Él, “a ser como dioses”, que decía la astuta serpiente del Génesis. ¡Bien sabía ella lo que estaba diciendo!
La misericordia tiene detractores
Ya hemos dicho algo de esto antes: nos resistimos a ser misericordiosos porque eso nos enfrenta con nosotros mismos y nuestra vida es, a veces, gris, o cómoda, o encastillada en la fortaleza eclesial. Y es en la Iglesia, como comunidad o como jerarquía, donde constatamos esta animadversión de repulsa a la misericordia. Al menos, en este momento, y a nosotros, nos interesa reflexionar (y orar) por esa flagrante contradicción de sentirnos y confesarnos cristianos y, a la vez, reacios y hasta hostiles con la misericordia. (Los lamentables rechazos al papa Francisco en este sentido, avalan lo que venimos diciendo). Entonces buscamos subterfugios que justifiquen en aparente racionalidad nuestras actitudes contra la misericordia. El refranero castellano –que ya es viejo pero sigue siendo sabio– nos recuerda estas actitudes tan viscerales como atávicas: “por la caridad entra la peste”, “la caridad empieza por uno mismo”, “que cada santo aguante su vela”, “del tronco caído todos hacen leña”…. o, más recientemente: “no me cuentes tu vida” ¡y alguno más! Cuando pretendemos racionalizar la misericordia la secamos; es como tratar de explicar intelectualmente el amor, o intentar fijar cánones de belleza. ¡Se destruye el amor y se aniquila el arte! La misericordia no admite racionalizaciones, ya lo decíamos antes. Pero es verdad que tiene “su razón de ser”. Su razón de ser es, simplemente, teologal: parte del mismo ser de Dios y nos resbala a lo más íntimo de nuestro ser de humanos y de cristianos. ¿Cómo podemos, pues, argumentar-nos contra la misericordia? ¿Cómo es posible que pongamos trabas y palos en las ruedas de la misericordia? ¿Por qué son más fuertes las leyes y lo “politica o eclesiásticamente correcto” que la misericordia entrañable? O, más fácil: ¿Por qué, en ocasiones, somos tan rígidos, tan intransigentes, tan duros e inflexibles, tan apegados a “lo que hay que hacer” por encima de “lo que hay que ser”? ¿Por qué nos cuesta tanto “ser misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”? Posiblemente porque quienes más necesitados están de misericordia suelen ser incómodos, distintos, molestos, interpelantes. Los pobres siempre son incómodos.
Jesús lo sabía
Jesús de Nazaret sabía que Dios es la quintaesencia del amor, que ésa era su “definición”, que no podía entendérsele de otra manera, que lo demás (ideas, dogmas, normas, teologías, preceptos, etc.) pueden ser mediaciones, instrumentos, herramientas, andaderas, pedagogos, muletas, que pueden ser útiles (o no), pero que “al atardecer de la vida te preguntarán por el amor” (Juan de la Cruz). Más: al atardecer de nuestra vida nos preguntaremos si hemos intentado amar o nos hemos quedado en la hojarasca de las religiones, en los maquillajes que vienen en nuestro auxilio, o en las máscaras que hemos puesto a Dios para poder escondernos también nosotros de la vocación al amor, nuestra única asignatura siempre pendiente. Jesús lo sabía. Jesús entendió a Dios como nadie, por eso nos reveló al Dios en quien había puesto su confianza. Ese Dios, y solo ese Dios, es el Dios que “existe”. Lo demás son ídolos, diosecillos de supermercado, pretextos religiosos para atemperar nuestros miedos, nuestras fantasías, nuestras insuficiencias, nuestros fracasos, nuestras faltas de autoestima, nuestra fragilidad inconmensurable. Si los vericuetos de la(s) religión(es) asfixian al Dios del amor que vivió y nos mostró Jesús, terminan convirtiéndose en mordazas, en artilugios bien engrasados, en sutiles mecanismos de defensa y supervivencia, y, a la postre, en auténticas engañifas que frustran el mismo proyecto de Dios. Jesús es nuestra única referencia, el inabarcable, decía Rahner, el determinante, lo llama Hans Küng. Por eso siempre hay que volver a Jesús, como nos invita Pagola. Porque Jesús, reflejo e Hijo del Padre, es misericordioso como Dios. “Tan humano, tan humano…. solo podía ser Dios”, nos recuerda ahora Jon Sobrino.
Volver a Jesús, desde nuestra comunidad…
La misericordia no se vive en solitario, como ocurre con todo en nuestra vida cristiana. La misericordia se contempla, se ora, se ejercita y se transmite, en el seno de la comunidad. El rostro de la comunidad debe ser un rostro misericordioso. Nuestras comunidades deben ser cada vez “más parecidas a Jesús”, estar más en consonancia con el Evangelio. No podemos continuar siendo grupos elitistas, o grupos cerrados, o tener sentimientos puristas, de gente privilegiada y moralmente intachable. Nuestras comunidades deben percibirse y experimentarse pecadoras, para desde esa experiencia sincera y realista, emprender caminos de misericordia con los demás, con la gente que aún se confiesa cristiana, aunque sea de una manera puramente formal y sociológica, y con la gente que abiertamente ha abdicado de la fe cristiana. Sin olvidar a tantos jóvenes que siguen buscando, sin saber muy bien qué o a quién: “los humanos somos enfermos crónicos de sentido” decía Mardones. O a quienes, sencillamente, no sienten necesidad de buscar o han renunciado a hacerlo, pero tampoco están cerrados a “nuevos caminos de trascendencia”, a “nuevas reformulaciones de la fe” (Martín Velasco).
Una comunidad que acoge sin preguntar nada, que recibe sin pedir nada a cambio, que tiene abiertas las puertas físicas y humanas de los templos. Una comunidad que ha superado el supermercado burocrático de los papeles, partidas, autorizaciones y exigencias sin contenido, porque distingue lo central e irrenunciable de la fe, de lo que es accesorio o histórico. Una comunidad que no es intransigente, que no es dura ni rígida, sin caer o deambular en el limbo del “todo vale” o “todo está permitido”. Una comunidad que muestre el verdadero rostro de Dios desde el verdadero rostro del Evangelio del Hijo. Solo así, con la fuerza y el aliento del Espíritu, seremos comunidades misioneras centradas “en y desde” la misericordia. “La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona” (MV, 12).