PROFECÍA Y NORMALIDAD

0
1362

Casi se excluyen. Parece que hablar de profetas es hablar de lo extraordinario. Sólo en lo que se sale de lo frecuente somos capaces de depositar la admiración… Gestos heroicos y únicos usamos como ejemplo. Todo lo que llame la atención, es bienvenido. Da la sensación de que sólo lo que lleve el precinto de nuevo nos resulta valioso. Ahí quizá resida la fuerza de algunas noticias. Nuestro mundo ha temblado con fuerza en Japón por los misterios de la tierra y tiembla en el norte de África, por las fuerzas de intereses menos confesables. Acontecimientos que, sin duda, nos conmueven y para los que tenemos pocas palabras. Acontecimientos que necesitan profecía y normalidad. La vida religiosa está manos a la obra antes de que surja la tragedia o el choque. Cuando suceden, también tiene sus manos, entre otras, “a pie de obra”. Es el cuerpo ágil de la Iglesia y se nota. Es la normalidad de la profecía. Es su sitio. Algunas catástrofes, sean guerras o terremotos, indican dónde estar… y, sobre todo, con quien estar y cómo estar. Y esto se da tanto en primera línea y quienes profetizan igualdad en contextos de abundancia. La vida religiosa es “inter”, con los ojos abiertos y los oídos dispuestos. Aquí y allá, la presencia profética exige lo mismo: la normalidad del Reino, que es absolutamente anormal para el mercado.

Con la sensibilidad que alienta la consagración nos llegan relatos estremecedores desde Japón. Hombres y mujeres que están viviendo la minoridad de la vida religiosa en medio de desolación y muerte. Un pueblo, el japonés, que desborda dignidad con silencios que ahogan, nos dicen. En el norte de África no tiembla la tierra, pero retumban los bombardeos. Tiranos que caen matando y demócratas que matan tiranos para mandar. Ambición y ambigüedad, mientras el pobre muere… En este momento hay un diálogo claro de cristianos y musulmanes, ambos están entre los últimos y su unión es el dolor. Allí está la vida consagrada, sin reparar en facciones o grupos. No están para abrazar y acoger a los míos, sino a los de Dios, que son todos.

Hace no mucho un colaborador de Vida Religiosa, escribía diciendo que quizá estemos gastando el mejor tiempo, en la menor preocupación. Cómo somos y estamos; cuánto nos queda o a dónde vamos… Cuando, en realidad, -decía él – lo bueno de este tiempo es estar atentos, escuchar, y responder con un silencio operativo de compromiso… Ahí van a venir muchas soluciones para el tiempo presente (que es el futuro). No le falta razón. Un necesario descentramiento puede liberar nuestras conciencias de la tendencia a pensarnos, para lanzarnos, proyectarnos o situarnos. Que es una necesidad para todos. Uno de los encargos de la vida consagrada, de esos que no puede olvidar, allí donde esté, es ser memoria de «cómo debería ser». Y ese encargo pide libertad a nuestras estructuras y agilidad a nuestras decisiones. Quien sólo tiene que anunciar fraternidad no tiene que perder mucho tiempo en cálculos ni en cómo se encuentra. Poner nuestras vidas en clave de misión y nuestras comunidades al servicio de la oportunidad, vendrá a solucionar preocupaciones sobre la identidad. Lo que somos (y lo que seremos) nos lo va a responder la calidad de cómo estemos donde tenemos que estar. Nos duele nuestro mundo porque lo amamos. Así nos descubrimos los discípulos consagrados: enamorados de una realidad llena de vida y llena de muerte; abierta a Dios, necesitada de Dios y, en algunos lugares, cansada de Dios. Es nuestra realidad. Llena de color y llena de necesidad…
Esta pluralidad es la que dibuja la misión y en ella no caben condiciones, sencillamente, ante la realidad sólo se nos pide una cosa: ama y transforma con amor. Gástate y sigue creyendo. La profecía de nuestro tiempo pasa, ciertamente, por la normalidad. Aquella que nos invita a vivir entre otros sin la ansiedad de enseñar y dirigir; gobernar o mandar.
Hoy el asunto está en otros verbos: confiar, creer, empezar, acompañar, escuchar… dudar. Puedes pensar que es muy sencillo, parece que no tanto… La lista de profetas no es extensa… y las comunidades proféticas tampoco. Es lo que tiene el Reino… parece sencillo, pero cuando te pones a vivirlo… hace falta un abrazo profético que cuesta.