Con la sensibilidad que alienta la consagración nos llegan relatos estremecedores desde Japón. Hombres y mujeres que están viviendo la minoridad de la vida religiosa en medio de desolación y muerte. Un pueblo, el japonés, que desborda dignidad con silencios que ahogan, nos dicen. En el norte de África no tiembla la tierra, pero retumban los bombardeos. Tiranos que caen matando y demócratas que matan tiranos para mandar. Ambición y ambigüedad, mientras el pobre muere… En este momento hay un diálogo claro de cristianos y musulmanes, ambos están entre los últimos y su unión es el dolor. Allí está la vida consagrada, sin reparar en facciones o grupos. No están para abrazar y acoger a los míos, sino a los de Dios, que son todos.
Hace no mucho un colaborador de Vida Religiosa, escribía diciendo que quizá estemos gastando el mejor tiempo, en la menor preocupación. Cómo somos y estamos; cuánto nos queda o a dónde vamos… Cuando, en realidad, -decía él – lo bueno de este tiempo es estar atentos, escuchar, y responder con un silencio operativo de compromiso… Ahí van a venir muchas soluciones para el tiempo presente (que es el futuro). No le falta razón. Un necesario descentramiento puede liberar nuestras conciencias de la tendencia a pensarnos, para lanzarnos, proyectarnos o situarnos. Que es una necesidad para todos. Uno de los encargos de la vida consagrada, de esos que no puede olvidar, allí donde esté, es ser memoria de «cómo debería ser». Y ese encargo pide libertad a nuestras estructuras y agilidad a nuestras decisiones. Quien sólo tiene que anunciar fraternidad no tiene que perder mucho tiempo en cálculos ni en cómo se encuentra. Poner nuestras vidas en clave de misión y nuestras comunidades al servicio de la oportunidad, vendrá a solucionar preocupaciones sobre la identidad. Lo que somos (y lo que seremos) nos lo va a responder la calidad de cómo estemos donde tenemos que estar. Nos duele nuestro mundo porque lo amamos. Así nos descubrimos los discípulos consagrados: enamorados de una realidad llena de vida y llena de muerte; abierta a Dios, necesitada de Dios y, en algunos lugares, cansada de Dios. Es nuestra realidad. Llena de color y llena de necesidad…
Esta pluralidad es la que dibuja la misión y en ella no caben condiciones, sencillamente, ante la realidad sólo se nos pide una cosa: ama y transforma con amor. Gástate y sigue creyendo. La profecía de nuestro tiempo pasa, ciertamente, por la normalidad. Aquella que nos invita a vivir entre otros sin la ansiedad de enseñar y dirigir; gobernar o mandar.
Hoy el asunto está en otros verbos: confiar, creer, empezar, acompañar, escuchar… dudar. Puedes pensar que es muy sencillo, parece que no tanto… La lista de profetas no es extensa… y las comunidades proféticas tampoco. Es lo que tiene el Reino… parece sencillo, pero cuando te pones a vivirlo… hace falta un abrazo profético que cuesta.