El arte de construir relaciones más humanas

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No siempre nos damos cuenta, pero el centro en torno al cual gira toda la existencia humana está en la capacidad de relacionarse y de comunicar. Las relaciones humanas son el centro de todo. La esencia última de todas las ansias humanas acaba manifestándose como un problema de relaciones: con los padres, con los hijos, con los compañeros de trabajo, con los amigos, con el partner, con los vecinos y conciudadanos, con los hermanos y hermanas, con las diversas culturas, grupos étnicos, etc.
Relacionarse es la gran y única finalidad de la vida del ser humano: confrontarse, vivir en sociedad, colaborar, construir amistades, amores, conocer gente; todo está condicionado por la potencialidad y la capacidad de relacionarse.
Nuestra reflexión parte de un dato de hecho. La vida de relación ocupa, en nuestros días, el centro del ideal de la Iglesia, que es pensada y vivida, cada vez más, como misterio de comunión y de misión, como relación de Dios, como fraternidad. Y, como consecuencia, también las familias religiosas se ven invadidas por una profunda nostalgia de comunidad.
Cada vez hay más religiosos y religiosas convencidos de ello. El documento La vida fraterna en comunidad ha iluminado algunas de las causas de este renacido deseo de comunidad. Algunas son de orden teológico, como el descubrimiento de la Iglesia como misterio de comunión, con su fecunda referencia a la vida religiosa como expresión privilegiada de la vida de esta Iglesia comunión. Otras responden a situaciones de actualidad, como el despertar comunitario que la misma Iglesia ve actuado en los movimientos eclesiales y en las nuevas comunidades que están naciendo. Otros son de carácter sociológico, como el crecimiento de la comunicación en todos los niveles de la sociedad, un nuevo sentido de igualdad y democracia, una mayor conciencia de la dependencia de unos respecto a los otros.
En la raíz de la relación
“En principio era la relación”, sostiene Martin Buber. De hecho, la persona existe gracias a la relación y para la relación. Crece en la relación y en vista de la relación. Madura y se perfecciona en la relación.
Dios, que ya desde el principio hace resplandecer, aunque veladamente, su rostro trinitario en la expresión “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”, ha dejado su huella de amor recíproco y compartido en toda la creación y en todas las criaturas. No solamente porque el Creador ha dejado su huella divina en todo, sino porque todas las cosas, creadas por amor, son portadoras de la llama interior de relación y de reciprocidad con las demás criaturas, propia del Dios amor trinitario: es un don para todas las demás cosas.
El concepto de “imagen” indica la identidad propia, ontológica, del hombre, que posee la capacidad de entrar en relación con su Creador. Efectivamente, vive en el hombre algo de divino: el aliento de vida de su Señor, el reflejo de Su inteligencia, de Su espiritualidad e inmortalidad. El hombre está hecho para la comunión, cuya primera expresión es la dimensión vertical, o sea, la relación de amor y de obediencia hacia su Dios y Señor.
La Trinidad es, ante todo, amor recíproco entre las tres Personas, es “inhabitación recíproca”. La expresión clásica que usa la teología para denominar este “recíproco ser de uno en el otro” es perichoresis. Como todos saben, originariamente perichoresis era el nombre de una danza, cuya principal característica era la reciprocidad en el danzar: uno danzaba alrededor del otro, el otro danzaba alrededor de él, en un constante y recíproco circundarse. La imagen de esta danza expresa bien la continua tensión recíproca que caracteriza el dinamismo intratrinitario.
Si pasamos del plano de la creación al plano de la redención, el tema de la comunicación se hace aún más profundo: la creación es el origen de la historia de la salvación, que halla su cumplimiento en Cristo. Todo ha sido creado por Él y para Él (cf. Col 1, 20). La categoría de “imagen” está orientada hacia Cristo, que es “la imagen” del Dios invisible (cf. Col 1, 15): mientras que el hombre ha sido creado “a imagen” de Dios, Cristo es la Imagen de Dios, porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). Por tanto, el hombre posee una vocación a la comunión, que es ante todo comunión con el Padre. Esa comunión se realiza en y por Cristo: Él nos introduce en la relación filial con el Padre y permite que podamos llegar a ser, mediante el Espíritu Santo, hijos del Padre. Entonces, el hombre no es simplemente “icono” de la Trinidad, sino criatura cuya plenitud de vida consiste en la participación de la vida trinitaria. El hombre ha sido creado “a semejanza de Dios”, Dios es amor, comunión, relación en sí mismo y en la Trinidad. La Persona divina se define a través de su relación Padre, Hijo, Espíritu Santo… De esta visión nace, igualmente, el sentido de las relaciones mutuas entre los hombres.
La persona es principio, centro y meta de la relación
Se trata de reflexionar sobre la persona en relación, operación que nos lleva a asumir una actitud de gran respeto, porque nos ponemos ante una realidad envuelta, en cierta manera, en el “misterio” y que puede ser comprendida solamente desde una pluralidad de perspectivas: antropológica, filosófica, psicológica, sociológica, espiritual y mística, teológica, etc.
Decir persona significa decir ser autónomo, único e irrepetible, dotado de razón, y a la vez, ser-con los demás, o sea, en definitiva, ser-en-relación. La persona lleva en sí misma un impulso existencial hacia sus semejantes. “Ser” es un nudo de necesidades, pulsiones, tendencias, deseos y aspiraciones, que forman un conjunto orgánico, articulado y dinámico, fundamental para la vida de cada uno. E. Mounier dice: “La persona se expresa, a través del movimiento que la hace existir, de manera que es comunicable por naturaleza, y es la única realidad que lo es (…). Cuando la comunicación se frena o se corrompe, yo me pierdo profundamente a mí mismo” (El personalismo, Roma 1966, p. 49).
Entonces, ¿es una utopía hacer el discurso trinitario ante ese fenómeno que viene llamado “la noche oscura” de las relaciones, quizás como nunca antes en la historia de la humanidad? ¿O los hijos de la Iglesia han de reaccionar ante este panorama, no de manera condenatoria o moralista, sino más bien con el valor de proponer una espiritualidad más alta y más encarnada, más viva y misericordiosa?
¿No será, quizás, que para curar, en la raíz, los males que causan las falsas relaciones y las fuerzas disgregadoras del amor, tenemos que aprender del Dios trinitario el secreto de un amor oblativo, de una “kénosis” recíproca, que se convierte en crecimiento de las personas y en efusión de amor a los demás? ¿No será que Dios ha querido reservar para nuestro tiempo el descubrimiento de esta dimensión originaria?
En efecto, no se trata solamente de afirmar que la fuente de la reciprocidad es la Trinidad, sino que es el modelo, el arquetipo que ha dejado en el corazón humano, en la vocación de cada uno a la vida de comunión, la capacidad de vivir en unidad recíproca, de crecer juntos, de reflejar también sobre la tierra, en nuestra poquedad, nada menos que la vida de la Trinidad.
Saberse relacionar con los otros es una necesidad fundamental de la persona humana; revela su madurez en la medida en que es capaz de abrirse al otro en alteridad, porque él mismo se realiza plenamente cuando se abre a esas relaciones interpersonales y descubre el gozo de donarse.
Las relaciones interpersonales son fundamentales en nuestra vida. Es importante “ser nosotros”, pero no de manera teórica o como afirmación de principio. Por tanto, estamos llamados a acoger a los otros apreciando su donación, a sentirnos responsables de ellos, asumiendo la alteridad como principio y ámbito de crecimiento y de formación personal.
La persona no tiene otro camino más que el del aprendizaje, aprender las actitudes y las habilidades necesarias para todo tipo de relaciones, como por ejemplo la capacidad de comunicación, de diálogo, de comprensión, etc.
Se trata de colaborar con Dios y con su Espíritu: “El mundo es así, el resultado de un proyecto realizado a la vez por el hombre y por Dios. En cierto modo, Dios se ocupa de todo, pero en otro cierto modo, no menos seguro, de todo se debe ocupar el hombre. En el real proyecto de Dios para el mundo, no sirven ni Dios sin el hombre ni el hombre sin Dios”1.
Le gestión de las relaciones interpersonales exige equilibrio y sabiduría. El equilibrio se logra cuando se realiza aquella sana relacionalidad que huye tanto de las tentaciones individualistas cuanto de las comunitaristas. Este equilibrio da vida a realidades comunitarias, en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, la comunicación favorece la corresponsabilidad, el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada persona el compromiso de la comunión (VC 45).
De hecho, la persona no se puede realizar sin los otros. Se realiza cuando, libre y voluntariamente, conoce y es conocido, ama y es amado, comprende y es comprendido. Precisamente la reciprocidad de las relaciones es lo que permite concretamente la igualdad y la diferencia, la actuación de la identidad en la distinción para llegar a la unidad.
La verdadera intersubjetividad, como unidad en la distinción o en la diferencia, es posible cuando se hace la experiencia cognitiva y afectiva profunda del propio yo y del yo del otro, hasta el punto de comprender a los otros como seres autónomos, autoconscientes, libres; diferentes los unos de los otros, y al mismo tiempo iguales en la propia dignidad. Diversidad significa también conciencia de que se poseee algo que se puede ofrecer al otro o a la colectividad. De ello se deriva el dinamismo y la necesidad de saber tomar iniciativas, para dar nuevos impulsos a la unidad, así como la necesaria prontitud de espíritu para dejar caer los propios, eventuales “dones” cuando no es el momento adecuado para ofrecerlos. Entonces, no solamente cada uno no es el otro, sino que cada uno es él mismo solamente a través del otro.
Pero, ¿quién es el otro? A esta pregunta se puede responder de diversas maneras, a las que corresonden algunas actitudes fundamentales en las relaciones con los demás:
– “Ser con” los otros. Aquí entra la dimensión relacional afectiva. En esta dimensión, al encontrarnos nos reconocemos y estamos contentos de encontrar a la otra persona. Se experimenta al otro como un ser diferente de nosotros, con sus dotes y sus defectos, por lo cual el posible conflicto no es nunca insanable, porque se convierte en el descubrimiento de la diversidad del otro, hasta llegar a la negociación de un significado común. Para ser con los otros es necesario entrar “en intimidad” con ellos, una intimidad hecha de atención, escucha, ternura, silencio, capaz de captar la profundidad del ser del otro.
– “Ser para” los otros. Esto no significa renunciar a la propia individualidad, sino sentir que es posible ser felices solos. Es la superación del egoismo, significa situar el propio baricentro fuera de sí mismos, en el encuentro con el otro. “Durante uno de sus múltiples viajes a Australia, Frankl recibió un boomerang de regalo. Le explicaron que ese objeto, si fallaba su objetivo, volvía hacia el que lo había lanzado. Exactamente como la vida del hombre. Se cierra en sí mismo cuando falla, cuando ha hecho mal la tarea que tenía que realizar, cuando ha olvidado algo fuera de sí mismo. En el fondo, la mejor manera de olvidar nuestras preocupaciones consiste en darse a los demás. La manera más segura de alcanzar el gozo y la paz es hacer algo por los demás. Y esta decisión puede tomarla solamente el individuo. El hombre es libre de construir su propio futuro. Le toca a él enriquecerlo o deformarlo”2.
– “Ser en”. Esta forma se refiere a la relación con el Absoluto, con Dios. “La esencia de la existencia humana está en su auto-transcendencia. Y por auto-transcendencia se entiende el hecho de que ser hombre significa fundamentalmente estar orientado hacia algo que nos transciende, hacia algo que está más allá y más arriba de nosotros mismos, algo o alguien, un significado que hay que realizar, u otro ser humano que hay que encontrar y amar. Por tanto, el hombre es él mismo en la medida en que se supera y se olvida de sí”3.
Hay, además, una particular forma de relación, que podríamos definir reciprocidad comunional. Se presenta, esencialmente, como edificación recíproca, como don mutuo de las propias diferencias. En este intercambio recíproco de dones, cada una de las identidades se realiza y se expresa a sí misma, sin, por ello, negar la comunión. Se perfila, así, un paradigma relacional nuevo, gracias al cual pueden coexistir y desarrollarse juntas la personalidad individual y la comunión. En una relación de reciprocidad, entendida en estos términos, la experiencia del “nosotros”, a la que se llega, no cancela ni absorve la diferencia y la distinción, a través de las cuales se expresa la identidad única e irrepetible del “yo”. Abriéndose al otro, en una apertura acogedora que se convierte en don de sí, el yo pasa a través de la experiencia del nosotros, para después reapropiarse de una identidad enriquecida, cualitativamente diversa de la anterior, más “individuada”, porque es capaz de conjugar la afirmación plena de sí con la donación de sí mismo.
El don de nuevas relaciones
La fuente de toda relación es el Espíritu, la caridad de Dios derramada en los corazones que renueva y se renueva, crece y se dilata en el dinamismo de la creciente fidelidad.
Es necesario ser conscientes de esta verdad. El Espíritu se halla dentro de nosotros como una fuente que mana y salta. A veces podemos tener la impresión de que esta fuente se ha secado, o está tan llena del barro, de las piedras o de las malas hierbas de nuestro egoismo, que le cuesta hacer llegar hasta la superficie el agua viva.
Es propio del Espíritu ser vínculo de relación en la Trinidad entre el Padre y el Hijo, de la Trinidad con la Iglesia, de cada uno de nosotros con los demás. El Espíritu abre continuamente a la relación, pone en comunión, supera las barreras, hace nuevas todas las cosas, da la fuerza de perdonarse, de recomenzar desde el principio… de abrirse a los otros.
¿Cuál es el secreto de la reciprocidad? En los Dichos de los Padres del desierto hay una hermosa expresión, que ha permanecido impresa en la memoria de la Iglesia: da la sangre y recibirás el Espíritu; o también: da sangre y recibirás Espíritu. O lo que es lo mismo: ama, dónate, acoge al otro, y el Espíritu colmará el vacío que creas en tí. O bien: vacíate en el amor de los deseos de la carne y de la sangre, y en cambio serás colmado de Espíritu Santo y de sus frutos.
Siguiendo la dimensión humana de la acción del Espíritu y su enraizamiento en nosotros, no es difícil descubrir un rostro humano y uno divino en cada fruto de nuestra humanidad, psicología, de la dimensión concreta de encarnación del Evangelio, como expresión de la raíz de la caridad.
En efecto, no nos movemos en el campo de la especulación sino en el de la experiencia. Los frutos del Espíritu se tocan, se saborean, se experimentan. No son solamente del cielo. Son de la tierra. Comportan una necesaria encarnación en la vida.
El primado de los frutos pertenece al amor “agápico” o “carità” divina, que es la raíz de todo, incluso del amor humano, que afecta a todo, y que se identifica con la realidad misma del Espíritu Santo, que es la caridad, el amor divino derramado en nuestros corazones.
Después de la caridad viene el gozo, que es el fruto mismo del amor. El gozo es una actitud típicamente humana, del corazón del espíritu, de la mirada, de la sonrisa; pero para que no sea solamente un rictus falso, o una exagerada exaltación, tiene que estar enraizado en bienes e ideales que resistan a las dificultades. Por eso, el gozo es Cristo, que concede este gozo y promete a sus discípulos un gozo perdurable (cfr. Gv 15, 11).
La perfección del gozo es la paz; en primer lugar como ausencia de cuanto la pueda turbar desde el exterior; en segundo lugar, puesto que la paz procede de la plenitud del gozo, fortalece a la persona en su ser y actuar, sin dejarla suspendida en el aire, necesitada de nada más. Siguen la paciencia, como capacidad de afrontar el mal inminente, y la mansedumbre, que supone una capacidad de acoger e incluso, a causa de la debilidad humana, de soportar a los demás, y antes que otra cosa de soportarse a sí mismos, con un ánimo dulce, sereno, ecuánime. Pero es necesario que viva en nosotros el Espíritu que hizo a Jesús manso y que hace bienaventurados a los mansos, porque poseerán la tierra. Y la “longanimitas”, o magnanimidad o benevolencia en la capacidad de esperar el bien que no llega con toda su plenitud, y que exige un ánimo grande, abierto siempre a la esperanza.
No se pueden gozar los frutos del amor sin sembrar amor. No hay benevolencia, perdón, fidelidad, si no se llevan a cabo concreta y mutuamente. No hay mansedumbre sin la capacidad de soportar y soportarse. Pero cuando se entra en esta dinámica, actuando así no por voluntarismo sino con la gracia del Espíritu Santo, entonces se crea en nosotros como una segunda naturaleza, y el amor renueva el corazón y también el comportamiento de las personas, sobre todo con la reciprocidad, que es donación continua de sí.
Conclusión
Estas breves reflexiones sobre el arte de la reciprocidad han querido iluminar algunos aspectos de la experiencia concreta del Espíritu, como eje central de una efectiva espiritualidad relacional, en una linea concreta, práctica, mistagógica, y no solamente teológica.
Una simple intuición del designio de Dios nos lleva a comprender que nuestra humanidad está destinada, como la de Jesús y la Virgen María, a ser completada mediante la infusión en nosotros del Espíritu de Dios, que, de alguna manera, sin deshumanizarnos, vivifica nuestra aridez, neutraliza el mal presente en nosotros, potencia el bien y lo lleva a su cumplimiento.
Un hermoso icono del arte de construir relaciones más humanas, sería el que podría traducir en experiencias de vida los frutos, la cosecha del Espíritu Santo. Una relación donde la ley es el amor, el clima ambiental es el gozo, donde reina la paz; una relación marcada por la paciente benevolencia que espera sin cansarse la respuesta del otro, la favorece, en la confiada espera de que Dios actúe desde dentro de las personas; una relación donde la bondad sea manifiestación de un amor que se comunica mutuamente, donde la fidelidad no esté minada ni por sospechas ni por actitudes, donde la mansedumbre y el dominio de sí vencen a las mil tentaciones de perturbar la paz y la comunión, tentaciones que hieren y destruyen.
No hace falta insistir mucho sobre el hecho de que una transformación de este tipo exige, como enseña san Pablo, seguir la lógica de la cruz, de la entrega de sí, del vaciamiento en vista de la plenitud verdadera; la lógica del Crucificado que se convierte en el Resucitado, de Jesús, que se vació totalmente en el amor, para ser llenado por el Espíritu. En esta reciprocidad y en esta donación las personas se realizan, maduran, se perfeccionan en Cristo, donándose.
Hay que recordarse siempre de ello. El Espíritu Santo, derramado sobre el mundo en Pentecostés y donado constantemente a la Iglesia, posee la fuerza y la capacidad de hacerlo todo nuevo, también la relación.

1 O. González de Cardedal, Raíz de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1995, pp.252-253.
2 V. Frankl, Alla ricerca di un significato della vita, Mursia, Milano, 1990.
3 N. Dal Molin, Verso il blu. Lineamenti di psicologia della religione, Ed. Messaggero, Padova.