Hace unos años, en el 2004, Conrado Bueno, proponía en nuestra revista una celebración que titulaba así. En ella nos ofrecía una reflexión sincera, serena y llena de fe. Era la mirada de un consagrado hacia el horizonte. Hacia el otro lado. Hoy que despedimos a este buen misionero, colaborador y apóstol, sus palabras tienen especial significado. Efectivamente un religioso nunca muere solo y en este día, Conrado, da el paso a la Vida acompañado de todos, también de la Revista Vida Religiosa.
Su propuesta de meditación, entonces, decía:
“Inclino la cabeza y elevo el espíritu. Me humillo a mí mismo y te ensalzo a ti, Dios mío, cuya naturaleza es la bondad” (S. León Magno). Deja que en esta última vigilia te rinda un homenaje a Ti, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te tribute la alabanza que más deseas, el nombre que tú prefieres: mi Padre. Una vez más, me pregunto: ¿Por qué me has llamado? ¿Por qué me has escogido? Heme aquí a tu servicio, heme aquí a la sombra de tu amor. Amén, hágase, tú sabes que te amo, así sea, así sea. Tú sabes que te amo bien. No permitas que me separe de ti. La muerte sella la meta de nuestro peregrinar por la tierra y hace de puente para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total pensando en su “todo está cumplido”. Te sigo y me doy cuenta de que no puedo salir de la escena de este mundo a escondidas: mil hilos me unen a la familia humana, mil hilos a la comunidad que es la Iglesia… Ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado: fue su amor el que me sacó de mi egoísmo y me dispuso a su servicio. Y que por ella, y no por otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que yo tuviera la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón, que sólo al final de la vida se tiene el coraje de hacer” (Testamento de Pablo VI).
“Ya voy, Señor, no tengo mucha prisa;/ pero, si tú me llamas, voy volando./ He vivido, Señor, siempre sembrando/ cariño a ti en las almas y en la brisa./ No he acertado quizás con la precisa/ locura del amor que ando buscando,/pero espero alcanzarla profesando/ un “te amo” filial en mi sonrisa./ Ya voy, Señor, con esta cruz al hombro/ volando con las alas del asombro,/ por ver tu rostro vivo y confidente./ Quiero cumplir tu voluntad, la tuya,/ y vivir declamando el “aleluya”/ de gratitud gozosa eternamente”. (Soneto compuesto, en el hospital, por el sacerdote R. Matesanz, a punto de morir de cáncer).
“¡Será ya primavera allá arriba!/ Pero yo que he sentido una vez en mis labios temblar la alegría/ no podré morir nunca./ Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino/ no podré morir nunca./ Morirán los que nunca jamás sorprendieron/ aquel vago pasar de la loca alegría./ Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos/ no podré morir nunca./ Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí” (José Hierro).