AQUÍ ESTOY, MÁNDAME

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agrelo-buenaVamos a hablar de nosotros, de nuestra vocación, de nuestro canto para el Señor por su misericordia y su lealtad, porque su promesa supera a su fama, porque ha completado sus favores con nosotros, porque la gloria de su nombre es grande;  pero lo haremos fijándonos en Isaías, a quien el Señor llamó para que fuese su profeta; y en Simón, llamado a ser pescador de hombres.

El profeta, “hombre de labios impuros, que habita en medio de un pueblo de labios impuros”, vio al Señor sentado sobre un trono alto y excelso, vio al Dios tres veces Santo, al Rey y Señor de los ejércitos.  Porque vio, se vio perdido. Porque fue tocado, se vio purificado y perdonado. Porque había visto y fue tocado, pudo ofrecerse para ser enviado.

En el relato evangélico, Jesús, sentado, desde la barca de Simón enseñaba a la gente. Ni la gente ni Simón, y puede que yo tampoco, habían visto –habían caído en la cuenta – que, desde aquella barca, les hablaba la misma voz que en otro tiempo había escuchado el profeta, y que en aquella humildísima cátedra estaba sentado el mismo Señor que el profeta había visto sentado en un trono alto y excelso.

Para que Simón vea, será necesaria una redada grande de peces, tan grande que reventaba la red. Al ver eso –la redada asombrosa-, vio mucho más; y, porque vio más, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. ¡Había visto al Señor! ¡Y se había visto a sí mismo! Y el que había visto, ya podía ser llamado y enviado.

La comunidad de fe puede ver hoy por los ojos del profeta: puede verse perdida con él, impura como él, y también tocada como él por el fuego de Dios, por su Espíritu, purificada, perdonada y llamada para ser enviada.

La comunidad puede verse a sí misma y a Jesús por los ojos de Simón: a sí misma se verá pecadora; en Jesús verá a su Señor. Y “al verlo”, como Simón, hará su humilde confesión de fe: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.

Pero puedes mirar también, Iglesia cuerpo de Cristo, por los ojos del que es tu cabeza, Cristo Jesús. Él vio los cielos abiertos, y que el fuego –el Espíritu Santo- bajaba sobre él, junto con una voz: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. En Cristo, también tú has visto, también a ti te ha purificado aquel fuego –también sobre ti ha descendido el Espíritu-, también para ti ha venido aquella voz.

Si has visto, puede que, como Pedro en la montaña de la transfiguración, le digas a Jesús: “Maestro, qué bien se está aquí”.

Pero el fuego no dejará que te quedes, la voz resonará poderosa y humilde en la intimidad de cada corazón: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?”

Y tu fe responderá: “Aquí estoy, mándame”.

Feliz domingo. Feliz encuentro con el Señor.