Dicho así en nuestra oración: “el Señor es mi luz”, es una confesión de fe que fundamenta la paz del corazón, es una razón de esperanza cierta, es un manantial que adivinamos abundante de vida y bienaventuranza.
La confesión de fe nace en la experiencia que el creyente tiene de Dios.
Si las palabras de esa confesión: “el Señor es mi luz”, las decimos hoy en comunión con la fe del patriarca Abrán, para él son memoria de una promesa divina: “A tus descendientes les daré esta tierra”.
Si las pronunciamos en comunión con la fe del Salmista: “el Señor es mi luz”, las palabras son evidencia de confianza en el Señor, una confianza desbordante en aquel de quien se dice: él es “mi salvación”, “mi auxilio”, “mi baluarte”, “el Señor es la defensa de mi vida”, el que me acoge, el que me guía, el que me levanta, el que me protege en su tienda y me esconde en lo escondido de su morada.
Y si probamos a hacer en comunión con Cristo Jesús nuestra confesión de fe, tendremos que adentrarnos en el misterio de su “éxodo”, el que iba a consumar en Jerusalén; entonces, dichas desde el camino que Jesús va a recorrer, dichas desde la cruz donde el camino termina, las palabras del salmo se llenan de significado nuevo. Aún se dirá: “el Señor es mi luz”, pero se dirá desde “la noche”; aún se dirá: “el Señor es mi salvación”, pero se dirá desde el abandono; aún se dirá: “el Señor es mi auxilio”, pero se dirá desde un abismo de soledad.
Hoy, a aquellos tres discípulos que van a ser testigos de la noche de Jesús, se les concede que, por un instante, se asomen a la luz que siempre lo habita, a la gloria que lo transfigura, al misterio de lo que Jesús es, al misterio de lo que son cuantos con Jesús comparten noche, abandono y soledad.
“El Señor es mi luz”: lo decimos hoy, mirando a Cristo transfigurado.
“El Señor es mi luz”: lo diremos aún, cuando miremos a Cristo crucificado.
“El Señor es mi luz”: y lo diremos asombrados y deslumbrados, cuando los mensajeros de la vida anuncien que el Señor ha resucitado, y su luz envuelva la creación entera.
“El Señor es mi luz”: lo decimos hoy en la Iglesia, cuerpo de Cristo, comunidad de hombres y mujeres que, en la fe, hacen el camino hacia la vida, comunidad de testigos que peregrinan amando a quien los odia, bendiciendo a quienes los maldicen, perdonando a quienes los maltratan.
“El Señor es mi luz”: lo decimos aún, cuando miramos a Cristo que continúa subiendo a Jerusalén en los pobres, en los enfermos, en los abandonados al borde de la vida, en los arrojados a la noche en los caminos de la inmigración.
“El Señor es mi luz”: lo decimos hoy, en la eucaristía, mientras escuchamos su palabra y recibimos su cuerpo y compartimos con los pobres nuestra vida… Lo decimos contemplando a Jesús en el misterio de la transfiguración: El Señor es “mi salvación”, “mi auxilio”, “mi baluarte”, “él es la defensa de mi vida”… “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso”…
En la noche de los pobres, hacemos memoria de la luz que es Dios, para que en nuestro éxodo se mantenga siempre viva la esperanza. Feliz encuentro con la luz de Dios en Cristo transfigurado.
Feliz domingo.