El mal lo conocemos de cerca, porque lo hacemos, también porque lo padecemos. Nos sobrecoge su presencia opresora dentro de nosotros y en torno a nosotros.
El mal es un embaucador que nos promete lo que no puede dar, y nos abandona en la muerte, de la que, entregándonos a él, nos hacemos la ilusión de escapar.
El mal promete riqueza, poder, imperio, grandeza, promete que dejará el mundo a tus pies, pero sólo te elevará sobre un gigantesco pedestal de cadáveres: hombres, mujeres y niños entregados a la muerte en campos de hambre, en caminos clandestinos, en campos de batalla, en ciudades arrasadas; hombres, mujeres y niños abandonados en espacios sin humanidad.
Por increíble que pueda parecer, el mal es tentador, seductor, engañador, tanto que aceptamos el riesgo de perderlo todo, también la vida, con la sola ilusión de que alcanzaremos lo que él nos promete.
Pero otro mundo es posible, el mundo del que es más fuerte que el mal, el mundo de nuestro Dios, el mundo de Jesús de Nazaret.
En el mundo de Dios, el que quiere ser grande se hace pequeño, el que quiere ser primero se hace último, el más importante es el siervo de todos.
En el mundo de Jesús de Nazaret, sólo se sube bajando, y ganan su vida sólo los que la pierden por Jesús y por el reino de Dios.
En ese mundo, aunque miramos siempre a lo alto cuando decimos “cielo”, si queremos alcanzarlo, caminamos siempre hacia abajo.
En ese mundo, como niños que aprenden de su padre y de su madre, imitamos lo que Dios hace, aprendemos lo que Dios es: Dios luz, Dios salvación, Dios defensa de mi vida, Dios fuente de todo bien, mi roca, mi alcázar, mi libertador, Dios misericordia, Dios compasión, Dios perdón, Dios amor.
En ese mundo, como discípulos de Cristo Jesús, aprendemos de él lo que nos ha mostrado de Dios, e imitamos lo que él ha querido ser para nosotros: Dios maestro, Dios médico, Dios amigo de publicanos y pecadores, Dios enfrentado al mal, Dios anti mal, Dios amando hasta el extremo, Dios bajando hasta la muerte y una muerte de cruz.
De ese mundo hablan los evangelios.
Para que lo hagamos realidad, el Señor nos dejó su palabra, con la que nos ilumina, nos guía, nos anima; y nos comunicó su Espíritu, que nos inspira, nos mueve, nos empuja, nos hace amigos del bien, y nos consuela. “El que haga la voluntad de Dios” –el que escuche su palabra y la cumpla-, “ése es hermano, hermana y madre de Jesús”.
Y si quieres ver realizado el mundo de Jesús, si quieres ver cumplido el sueño de Dios, fíjate en la asamblea que celebra la eucaristía: el sacramento dice que Dios es amor; la mirada se fija en la comunidad que escucha la palabra de Dios, recibe el Cuerpo de Cristo, y se hace una con Cristo: un solo cuerpo, un solo espíritu. Ésta es la comunidad de los que, “permaneciendo en el amor, permanecen en Dios, y Dios permanece en ellos”, porque “Dios es amor”.
Ése es el mundo de Cristo Jesús. Ése es el mundo de Dios. Con Cristo Jesús, somos más fuertes que el mal.