Ser lo que comulgamos

0
1043

Samuel aprendió a decirlo: “Habla, que tu siervo escucha”.

El Salmista se adentra en el misterio de Dios y hace suyas las palabras del libro: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Y añade: “Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas”.

La carta a los Hebreos recuerda que Cristo Jesús, al entrar en el mundo, dice: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: «He aquí que vengo  -pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí-, para hacer, oh Dios, tu voluntad»”.

Y la carta del Apóstol nos recuera cuál es nuestra relación con Cristo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” E insiste: “¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?”.

Y la fe de la Iglesia responde: Lo sabemos.

Así, iluminados por la fe, reconocemos y confesamos que también en nosotros –en este cuerpo suyo que somos nosotros-, Cristo continúa haciendo su declaración de obediencia a Dios y nosotros la hacemos con él: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”.

La eucaristía que celebramos y la comunión que hacemos son evidencia sacramental de que somos uno con Cristo y hacemos con él su misma declaración de obediencia a la voluntad del Padre.

Ahora, si no quiero que mi comunión con Cristo y mi declaración de obediencia se queden en palabras que nada significan, de aquel con quien comulgo tendré que aprender a obedecer.

Comulgamos para ser lo que comulgamos: para ser en Cristo, para que Cristo sea en nosotros. De ahí la necesidad de ir a su escuela: escucharlo, seguirlo, imitarlo, aprenderlo.

Hay algo que intuimos desde la primera clase: Jesús no vive para sí mismo; el Espíritu de Dios lo unge y lo envía a vivir para el Padre y para los demás, a trabajar por el reino de Dios y su justicia, a evangelizar a los pobres, a dar su vida en rescate por todos.

En Jesús, todo parece orientado a arrebatarle víctimas al mal, sea cual fuere la forma en que el mal se presenta.

Allí donde el mal retrocede, es el reino de Dios el que avanza.

Y si preguntamos hasta dónde hemos de llegar en la lucha contra el mal, el Maestro nos dice: “Venid y lo veréis”.

Y si vamos con él, nos mostrará hasta dónde ha llegado su entrega, veremos hasta dónde ha llegado su amor.

El evangelista nos lo dijo así: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Y nos lo dice también la eucaristía que celebramos y recibimos, memoria real y verdadera de la vida entregada de Jesús, memoria de su amor “hasta el extremo” al Padre del cielo y a todos los necesitados de salvación, memoria de su obediencia, memoria de su único sacrificio.

Y no hay otro sacrificio que podamos imitar, no hay otro que podamos ofrecer, no hay otro que pueda agradar al Padre del cielo y llevar salvación a los pobres, si no es el de Cristo y el nuestro con Cristo.

Haber llevado al terreno de la obligación moral grave la participación de los fieles en la eucaristía, los ha distraído de lo esencial, los ha apartado del conocimiento de la vocación a la que son llamados, del proyecto de vida que la comunión con Cristo lleva consigo.

La fe no pide de nosotros la misa del domingo: reclama para Dios y para los pobres nuestra vida entera.

La obediencia de la fe reclama nuestra vida como reclamó la de Jesús.

La fe reclama que seamos lo que comulgamos.