“Señor, sálvame”, sálvanos, sálvalos

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De madrugada”, a la hora en que se anuncia la resurrección del Señor, la victoria de la vida sobre la muerte, Jesús “se acerca a sus discípulos”.

La barca, a la que han subido apremiados por el Señor, “iba muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario”.

De madrugada”, cuando la presencia del Resucitado puede parecernos un fantasma que nos asusta más aun que el oleaje, y la angustia nos hace gritar, oímos que Jesús nos dice en seguida: “¡Ánimo, yo soy, no tengáis miedo!”

Si el que se acerca a nosotros es “Yo soy”, si el que se acerca es “el Señor”, habrá lugar para el asombro, pero no para el miedo, pues “el Señor” es el Dios en la brisa tenue, es el Dios que anuncia la paz a su pueblo, el que hace brotar de la tierra la fidelidad, el que hace mirar desde el cielo la justicia, es el Dios de la misericordia y la salvación.

En presencia del Señor, el hombre puede sentir el vértigo de la propia indignidad y decir desde lo más hondo de sí mismo: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”; como puede sentirse llamado a una cercanía entrañable con el misterio y atreverse a la locura: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua”.

Sólo desde la fe se dice: “apártate de mí”; sólo desde la fe se dice: “mándame ir a ti”. Sólo lo podrá decir quien haya escuchado y creído aquel divino “no temas”, aquel humano y cercano “no tengáis miedo”. Y sólo desde la fe brotará el grito del que la tiene apocada y, por su poca fe, empieza a hundirse: “Señor, sálvame”.

Perdóname, Señor, por lo que voy a decir: muchas veces he gritado a ti desde mi poca fe, desde una fe indigna de ese nombre. Puede que no esté habituado a decir: “Señor, sálvame”; pero son de casa en mis labios aquellas otras palabras de Pedro: “Señor, apártate de mí”; y es tan de mis días y mis noches tu nombre, “Jesús”, que me parece gritarlo como si yo fuese Pedro hundiéndose sin fe en un mar amenazante, y agarrándome a ese nombre como a una tabla de salvación.

Hace tiempo que me importuna la idea de que no debo gritar así, que no debo gritar por mí, que no debo preocuparme por mí cuando hay miles y miles de seres humanos que mueren de hambre o mueren en busca de pan. Me parece una locura que busque consuelo para mí, que busque el gozo de tu compañía, que te busque, mientras mis hermanos intentan sólo vivir, y mueren de hambre y de sed en el intento.

Algo me dice que lo que tú quieres de mí es que me preocupe de ellos, que grite por ellos, que luche por ellos, que me pierda por ellos.

Algo me dice que si grito: “Señor, sálvame”, en ese pronombre personal de primera persona han de ir incluidos todos los hambrientos del mundo, todos los pobres, todos lo que tienen hambre y sed de justicia: “Señor, sálvanos”.

Y aún me va llagando por dentro la memoria de los verdugos, de los que pagan para que los pobres mueran, de los que levantan muros para que los pobres no accedan al pan, de los que ponen concertinas para que los pobres se desangren en ellas, de los que despojan a los pobres para hacerse con un dinero de iniquidad; aún me va llagando por dentro la memoria de los que te crucifican; y he de aprender, hasta hacerlo mío, tu grito en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”; también ellos han de entrar en mi pobre pronombre personal: “Señor, sálvalos”.

Señor Jesús: enséñanos a creer, enséñanos a esperar, enséñanos a amar; enséñanos a ser como tú; enséñanos a hacerte presente en el mundo, enséñanos a ser tú: “Señor, sálvanos”.