Me acompañan tu verdad y tu bondad

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Sabéis por experiencia que la relación de Dios con el hombre se vive normalmente en la evidencia del dolor y en la oscuridad de la fe, y no os sorprende que la palabra de Dios vuelva una y otra vez sobre esta experiencia que, para los creyentes, es particularmente angustiosa, pues al sufrimiento que traen consigo los afanes de la vida, se añade el más amargo aún del silencio de Dios, silencio que percibís como signo de su ausencia, tal vez como indicio de su inexistencia, aunque vuestra fe intuya que es su forma más profunda de presencia.

Hoy el Lector proclamó en nuestra asamblea litúrgica las palabras de la profecía de Jeremías: “Oía el cuchicheo de la gente: «Pavor en torno». Delatadlo, vamos a delatarlo, mis amigos acechaban mi traspié. A ver si se deja seducir y lo violaremos”. Luego, como si hiciésemos nuestra la angustia del profeta, hicimos nuestra su oración: “Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre”.

Tal vez por su necesaria sobriedad, tal vez por motivos de índole pastoral, la liturgia, en el salmo responsorial de este domingo, nos privó de palabras que, sin embargo, parece oportuno recordar. El salmista comenzó su poema con una llamada de socorro, un grito capaz de llegar, desde el abismo en que nace, al cielo de los cielos donde Dios habita: “¡Sálvame, Dios, que me llega el agua al cuello! Me hundo en un cieno profundo y no puedo hacer pie; me he adentrado en aguas hondas y me arrastra la corriente. Estoy fatigado de gritar, tengo ronca la garganta, se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios”.

Detrás de las palabras de la oración podéis reconocer la súplica de un creyente desterrado, el lamento de un Job desahuciado, el grito de un Jesús crucificado, la angustia de una humanidad herida y sola, sin amigos y sin Dios, pues los “amigos –lo dijimos en nuestro lamento- acechan mi traspié”, y ¡qué decir de Dios!, también hasta él llegó hoy nuestro reproche: “¡Se me nublan los ojos de tanto aguardarlo!”.

No soy capaz de imaginar –porque la angustia resultaría insoportable- lo que siente un hombre, una mujer, un niño, a quienes la muerte se acerca en forma de hambre, de frío, de fuego, de esclavitud, de guerra, de terror. Pienso en los hombres y mujeres de África que se empujan por hacerse con un lugar en pateras y cayucos, y, como cuchillos, me vienen a la memoria las palabras de la oración que tú, Señor, nos inspiraste: “Que no me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino, que no se cierre la poza sobre mí”.

Queridos: La vida nos invita a que hagamos discernimiento de la imagen que tenemos de Dios, un discernimiento que será necesariamente doloroso. Si tú le preguntas a Dios, te responderá su verdad. Si tú le pides a Dios, te responderá su bondad. Pero “su verdad” y “su bondad”, aunque podamos experimentarlas, no pueden quedar encerradas en nuestras experiencias, ni definidas en nuestras palabras, ni siquiera pueden ser intuidas en nuestras expectativas; “su verdad” y “su bondad” sobrepasan el ámbito de nuestras sensaciones y de nuestra inteligencia tanto cuanto el Creador sobrepasa el ser de la criatura.

El creyente expresará la bendición, la alabanza y la acción de gracias a Dios, cuando experimente en la fe los signos de la verdad de Dios y de su bondad; pero cuando la verdad y la bondad divinas se le oculten en el misterio, y el hombre vea que se cierra sobre él la poza de la mentira y el mal, entonces sólo le quedará ante su Dios el grito y el reproche.

Dios mismo inspira el reproche que le hacemos: “¡Se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios!”. Y Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del hombre, arrollado por el torbellino de la maldad y la mentira, gritará la pregunta más humana y más oscura que se puede hacer a Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Te habrás dado cuenta, hermano mío, que reproche y grito de los pobres nacen de la fe. No habrá reproche si no hay un Dios bueno a quien interpelar; no habrá grito sino no hay un Padre fiel a quien gritar. Reproche y grito son confesión de la bondad y la fidelidad de Dios: “Mi oración se dirige a ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude”.

En realidad será la fe, sólo la voz de la fe, la que responderá a ese reproche y a ese grito. Lo da a entender el profeta cuando dice: “El Señor está conmigo, como fuerte soldado”, “el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos”; sólo la fe le asegura al profeta que el Señor está con él; sólo la fe le confirma que el Señor escucha a sus pobres; sólo en la fe encuentra la certeza de que el Señor no desprecia a sus cautivos.

Por eso, aunque “la poza” amenace con cerrarse sobre el creyente, aunque en su cruz haya de entregar la vida, en él se hace siempre más fuerte la esperanza. Las palabras del salmista lo dejan entrever: “Pero a mí, pobre y malherido, tu salvación, Dios, me encumbrará. Alabaré el nombre de Dios con cantos, te engrandeceré con acción de gracias”. Las palabras de Jesús en la cruz son puro milagro de esperanza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

Ahora ya podemos escuchar las palabras del evangelio: “No tengáis miedo a los hombres”, “no tengáis miedo a los que matan el cuerpo”, “no tengáis miedo”. Considera, Iglesia santa, quién las dice: No es un vencedor, sino un vencido; no es un poderoso, sino un débil; no es un rico, sino un pobre; no es un verdugo, sino una víctima. Las que acabas de oír son palabras de Jesús, el Hijo del hombre que ha venido a servir, el crucificado, el abandonado de todos, el abandonado de Dios, el Señor de la esperanza.  Considera también a quién dice Jesús esas palabras: No es a vencedores, sino a vencidos; no es a poderosos, sino a débiles; no es a ricos, sino a pobres; no es a verdugos, sino a víctimas. Las que acabas de oír son palabras de Jesús a sus apóstoles, a sus enviados, a sus testigos, a sus mártires. Jesús les dice, “no tengáis miedo”, porque sabe que el destino de los suyos, como su propio destino, es pasar por situaciones en las que será normal sentir miedo. Si nuestro camino es el de Jesús, si nuestra vocación es cargar con la cruz de cada día y seguir a Jesús, si lo previsible en nuestra vida es la oposición del mundo, entonces lo previsible para todos nosotros es el miedo, y lo necesario es la esperanza, la certeza de que “el Señor está con nosotros”. ¿Recuerdas la despedida de Jesús, sus últimas palabras en la tierra de Galilea?: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”.

Hoy he oído, dichas para mí, las palabras del evangelio, palabras de Jesús a sus apóstoles, las he guardado en el corazón y he pedido a la memoria que me las recuerde siempre: “No tengáis miedo”.

Al mismo tiempo, corazón y memoria me devuelven la imagen de mi África enferma y pobre, hambrienta y oprimida, mi África sin papeles y sin derechos, mi África pasajera de cayucos y pateras.

Hoy hago mías para repetirlas a los pobres de la tierra, las palabras del Señor: “No tengáis miedo”, “yo estaré con vosotros”. Éstas son hoy palabras que el cuerpo de Cristo, la Iglesia, quiere llevar a todos los que están necesitados de esperanza: “No tengáis miedo”, “yo estaré con vosotros”.

Si me toleraseis una locura, os diría que dejásemos de preocuparnos por la Iglesia y por nuestra salvación, para buscar entre todos el modo de aliviar el dolor de la humanidad herida. Podéis estar seguros de que, obrando así, estamos haciendo Iglesia, y nos disponemos a entrar, como bendecidos de Dios, en el Reino que él ha preparado para nosotros desde antes de la creación del mundo.

Feliz domingo.