NÚMERO DE VR DE JUNIO

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portada-junio3Para tener vida, parar y gustar el silencio

No hace mucho comentaba algo obvio con un buen religioso: «tenemos mucho trabajo».

Estábamos rebuscando en nuestras agendas un tiempo para poder atender una petición. Las fechas se suceden y los compromisos también. Es el Año de la Vida Consagrada y merece la pena sostener el esfuerzo. Sin embargo, en el diálogo, también nos dijimos algo veraz, profundamente sincero. ¿Sería lo mismo si no tuviésemos esa sensación de tener el tiempo ocupado? ¿Sabríamos pararnos y celebrar solo nuestra identidad?

Lo cierto es que la fiebre de la eficacia ha entrado en la vida religiosa. No nos sorprende porque cada vez tenemos más integrado que el primer paso para ser un buen religioso, es ser una persona normal. Un ciudadano que sepa vivir en armonía con su entorno. Algo, por otro lado, ni tan conseguido, ni tan frecuente como podríamos sospechar. Claro que al ser un habitante de este siglo tan complejo, también bebemos los vientos y las tempestades del éxito, de la eficacia, de la significación o el reconocimiento. Un buen número de los religiosos de este tiempo pertenecemos a aquellas generaciones que nos prepararon para ser los primeros y subir. Criterios de mercado que al pasarlos por el crisol evangélico, los suavizamos con otras denominaciones más amables. Se trata de introducir una especie de “ley de calidad” que nos lleve en todo, y ante todos, a una desaforada búsqueda de la excelencia. Si además, ésta, la envolvemos con una red de notoriedad y reconocimiento… se cumple la receta del religioso o religiosa útil del siglo XXI.

Este año, ya en su cuesta de caída, tiene bastante de ello. El caso es hablar, casi hasta la extenuación, de la vida consagrada. Una remezcla de agradecimiento y enaltecimiento de un don mantenido en la historia que, evidentemente, tiene mucho que hacer y decir en este presente. Pareciese que ya no queda nada por decir. Hablamos de escenarios, paradigmas y periferias en un discurso abigarrado que quiere contarlo todo y reconocer a todos. Quizá algunos hemos encontrado en todo ello, claves para jalear la fecundidad de una forma de seguimiento que comenzó el siglo muy maltrecha. Quizá, incluso, lo propongamos como una estrategia para levantar la mirada ante una realidad que nos cierra y asfixia. Y, hasta pudiera ser que pedagógicamente sea beneficioso para combatir un lenguaje de extinción que no ayuda ni a quienes estamos, ni a quienes vendrán.

Nos preocupa, sin embargo, y nos preocupa mucho qué pasa con la persona. La que no tiene ni tiempo ni humor para pararse y hacer silencio. Nos inquieta el ritmo de vida de algunas generaciones de religiosos y religiosas con buena madera, pero sin tiempo. Nos cuestiona la falta de silencio o motivación de algunos que han desconectado con un ritmo diario teologal. Nos duele que pueda instalarse entre nosotros la identificación de consagración con cargo; espiritualidad con creatividad y amor con protagonismo.

Ahora bien, todo lo que nos duele y cuestiona, se convierte en un impulso para la reflexión y el agradecimiento; para el convencimiento y la búsqueda.

Para tener vida, las congregaciones deben perder el miedo a ser madres, decirse que no lo pueden todo, pero lo que pueden lo van a cuidar. Para tener vida hay que parar y gustar el silencio; permitir que cada uno y cada una hable de sus tiempos de Dios, sean cuando sean y como sean, pero que los hablen, que los compartan y escuchen. Sería terrible que algunos, después de tanto bregar y tanto anuncio se queden sin tiempo; sin tiempo para Dios.