Que me hago mayor es un hecho que confirmo con cierta frecuencia. Y no lo digo porque, mal que le pese a mi madre y a su frustrado “baño de color que es muy natural”, a duras penas se intuya el tono original de mi pelo bajo las canas, ni porque ya ni me acuerdo de cuándo deje de utilizar el abono joven del metro. Que me hago mayor es algo que constato, no porque hace años que ningún banco se animaría a ofrecerme ninguna ayuda joven para la primera vivienda o porque ya incluso he sobrepasado el amplio margen de edad (a veces creo que “demasiado amplio”) para pertenecer a la CONFER joven… No, no es eso. Cuando más noto los años encima y que estoy más cerca de los 40 que de los 30 es en los momentos en que me brota una vocecita interior condescendiente ante muchos “bríos juveniles”.
La prueba de que la edad va pesando es que, en el momento en que escucho ciertos discursos rígidos que delatan lo mal que lo hacen los demás, lo seguros que están de sí mismos quienes los proclaman o la evidente distinción entre “buenos y malos”… lo que me surge ya no es rebatir sino esa sonrisilla indulgente de quien vislumbra el largo camino que la vida le depara a mi interlocutor… y que “a la vuelta le espero”.
Quizá es que los años (y Dios en ellos) me ha ido haciendo entender por dentro que no hay que luchar todas las guerras como si se nos fuera la vida en cada una de ellas, que no todo es blanco o negro porque el abanico de grises es inmenso, que las personas no siempre actuamos como queremos sino como podemos… y que bastante experiencia tengo de mis propias mediocridades para andar tomándole la medida a las ajenas. Sí, sin duda me estoy haciendo mayor… ¡gracias a Dios!