He decidido traer a este domingo palabras que escribí hace doce años.
Fueron escritas desde una noche que, aquel año, apenas se dejó insinuar en la fiesta de nuestra eucaristía: «Hoy, aunque es de noche, la Iglesia convoca a la tierra entera para que toda criatura se una a su alabanza en un himno de aclamación al Señor: “Aclamad al Señor, tierra entera”. Hoy, aunque es de noche, los verbos de nuestra celebración son imperativos de fiesta: “Festejad, gozad, alegraos”, “aclamad, tocad, cantad”».
Desde entonces, para los pobres, para los emigrantes, no ha dejado de ser noche; y para ti, Iglesia cuerpo de Cristo, Iglesia de los pobres, nunca dejará de ser un imperativo la alegría.
En lo que va de semana, aún no hemos hecho el recuento de los muertos en la frontera de Melilla. Puede que ese recuento nunca se haga, porque es de noche; puede que nada más se diga de los heridos, porque es de noche; puede que ya nadie vuelva a preguntar por los que han sobrevivido, porque es de noche. Y, en esta noche de los pobres, noche de la justicia, noche de la conciencia, noche de la humanidad, hoy como hace doce años, en la eucaristía, recordamos y celebramos misterios de gozo: «Recordamos con el salmista los caminos de la Pascua por los que el Señor llevó a su pueblo desde la tierra de la esclavitud a la tierra de la libertad: “Él transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río”. Recordamos con el profeta las palabras de la promesa de Dios a Jerusalén, palabras que abrían el futuro al paso de los rescatados del Señor: “Yo haré derivar hacia ella como un río la paz…”».
Hay algo en las palabras del salmo que atraviesa como una burla la carne de los pobres: “Él transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río”. La tierra firme de la frontera de Melilla no fue para los emigrantes un lugar de salvación, no fue para ellos una tierra de libertad, nadie en esa frontera hizo derivar hacia ellos “como un río la paz…”.
Entonces me fijé en Jesús que sube a Jerusalén, en el hombre Cristo Jesús que está subiendo hacia su frontera, hacia su pasión y su cruz, hacia la muerte y la vida, hacia su noche, hacia Dios. Si las refiero a Jesús, las palabras de la liturgia dejan de ser burla para ser revelación. «Con Jesús suben a Jerusalén la paz y la misericordia. En Jesús que va hacia su noche, Dios consuela a su pueblo. Por Jesús, los extraños entramos como hijos en el Reino de Dios.»
Me fijé en Jesús y entendí que sólo él, sin ofenderlos, puede decir a los pobres las palabras de la oración: “Venid a ver las obras de Dios… Venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo”. Sólo él se las puede decir.
Y aprendí que la Iglesia puede decirlas, sin ofenderlos, si las dice desde la misma cruz de los pobres, desde la misma cruz de Jesús, desde la misma frontera, desde la misma patera.
Las palabras de nuestra liturgia dominical dejan de ser una burla sólo si las dice Cristo crucificado, sólo si las dicen los crucificados con Cristo, los pobres, los sin derechos, los condenados a muerte en los caminos de la inmigración. Las palabras de la liturgia dejan de ser una burla sólo si las decimos con Cristo y con los pobres.
«Hoy, Iglesia amada del Señor, convocas al mundo entero a tu domingo, a tu fiesta, que no es sólo memoria de un pasado glorioso o esperanza de un futuro mejor, sino que es acontecimiento salvador, encuentro con Cristo tu Señor», abrazo en Cristo tu Señor a cuantos son su cuerpo sufriente.
Hoy, con el Salmista, con Jesús, con los pobres, aunque es de noche, vas diciendo: “Venid a ver las obras de Dios… os contaré lo que ha hecho conmigo”.
No hagas mentiroso a Dios: «Reparte con los pobres tu paz y tu pan, e invítalos a tu fiesta. Que también ellos puedan aclamar y tocar y cantar. Que puedan alegrarse siempre contigo, aunque es de noche».
Feliz domingo, aunque es de noche.