LA RELACIÓN ES DIÁLOGO, ESCUCHA Y MUCHO SILENCIO

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Por fin he acabado de escuchar todas las ponencias del reciente congreso sobre vida consagrada: Somos relación-Somos en relación. Algunas conferencias las había seguido, otras solamente algunos momentos. Ahora ya puedo hacerme una idea completa del hilo conductor que, indudablemente, ha sido un acierto.

Es evidente que, en nuestro caso, la motivación para el encuentro es la misión. La explícita llamada a ser con otros y para otros luz de Evangelio. Transparencia del estilo de Jesús. No es una proyección de superioridad ante una sociedad que necesita que alguien le dé luz, sino un compromiso explícito de encuentro para descubrir la luz que ya existe.

La relación en su sentido profundo es la expresión más clara de cualquier vocación. No estamos llamados a una redundante soledad, sino a abrir la vida y así, dejarnos hacer por la riqueza que, quienes comparten con nosotros existencia, nos propician.

Creo que no hay gran dificultad en los principios. Estamos de acuerdo en que efectivamente somos relación y somos en relación. Percibo disparidad en el concepto de relación y, en consecuencia, en la profundidad de la misma. Una relación para que sea significativa te ha de marcar, doler, afectar y enriquecer. Las relaciones efímeras o puntuales con las que se llena frecuentemente la vida social ni nos afectan ni, por supuesto, nos cambian.

La vida consagrada es un compromiso de relación. Y supongo que tampoco entre nosotros y nosotras es una experiencia unívoca su contenido. Son muchos los factores que intervienen. El primero es la identidad porque, como es sabido, cada uno somos quien somos y con esa identidad hemos de hacer la travesía de la vida. «Nada hay tan personal como nuestro proceso de vivir y morir», afirma Luis Aranguren. Hay además aspectos culturales, históricos y familiares que nos configuran y afectan mucho más que lo que alcanzamos a medir. Y hay, por supuesto, principios teológicos que –frecuentemente consecuencia de los anteriores condicionamientos históricos–, nos llevan a hacer una determinada lectura del encuentro con Dios, las relaciones humanas y hasta de la propuesta carismática.

Vistas así las cosas, inmediatamente asumimos que la persona de nuestro tiempo es un «ser complejo» (E. Morin) y en consecuencia, ha de ser tratado desde una comprensión poliédrica (Papa Francisco). Aspectos que, en sí, parecen fáciles de integrar y asumir, pero realmente son los que nos tienen empleados a fondo –y a veces, paralizados– en este itinerario de renovación y cambio en el que nos encontramos.

Casi siempre, cuando abordamos el momento de la vida consagrada, centramos nuestra reflexión en aspectos que, siendo importantes, son, en verdad, muy tangenciales. Aspectos que son consecuencia de una debilidad: la carencia de relación. La vida consagrada necesita poner cordialidad y luz evangélica en sus estructuras comunitarias, en su inspiración del gobierno como servicio, en su presencia de misión, en su distribución, en su sentido de presente y porvenir… Todo esto es bien cierto y necesario. Pero necesita incidir en algo concreto que logre desencadenarlo y es la pregunta por la capacidad real de los consagrados para tener relaciones verdaderas, maduras y transformadoras. Y aquí está el asunto.

Los principios de la vida consagrada, en cuanto nos piden una identificación con Jesús, son claros. Las formas como los expresamos pueden ser confusas y, sobre todo, las relaciones en las cuales las sostenemos frecuentemente poco o nada tienen que ver con el proyecto evangélico de misión. Podría dar la impresión de estar abocados a una paradoja sin solución. Creo que no es así. Pero es imprescindible el riesgo –ciertamente arriesgado– de poner nombre a las cosas, asumir que no todo en nuestra vida son procesos de crecimiento ni itinerarios con vida, sino, en ocasiones, una peculiar manera de estar entretenidos y entretenidas en un aparente diálogo con el tiempo. Con nuestro tiempo. El «lugar» en el que Dios nos pide ser misión transparente de sencillez evangélica.

Puestos a buscar criterios de discernimiento que nos ayuden a orientar la vida consagrada, podríamos preguntarnos por nuestra capacidad para la relación, la verdad de nuestras relaciones y hasta qué punto nuestra vida consagrada está tejida por un compromiso real con otros u otras.

Tiene uno la sensación –será solo sensación, seguro– que hay demasiados habitantes en la vida consagrada con relaciones personales muy pobres (porque se han acomodado, o los ha limitado el sistema). Puede haber personas que creen mantener su vida consagrada limpia porque voluntariosamente se atan y así «no pecan». Puede haber incluso personas que creen que la originalidad de la consagración es mantener valientemente una «verdad» que nadie más comparte, pero ellos son auténticos o auténticas. Podemos estar quienes confundimos relación con actividad profesional y prestigio. Pudiera ocurrir, Dios no lo quiera, que haya personas que no saben lo que es relación, porque jamás se han sentido queridos o queridas. Aquí es donde se nos presenta una tarea apasionante como es, desvestir la vida consagrada de carga cultural y funcional para recuperar la limpieza de hombres y mujeres que su único fin y medida es significar la libertad del amor. Para descubrir «mi» compromiso con la relación se hace imprescindible un ejercicio de objetivación; no suele estar en «lo que digo», sino en lo que «me dicen». Y como en la vida consagrada somos «especiales», en lo que «me callan». Por eso, el primer paso es el diálogo, la escucha y el silencio. Después, solo después, podremos diseñar comunidades que sean hogar de encuentro y relación.