Para Jesús y para los pobres, “hoy se cumple”

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Hace mucho tiempo que, para escuchar la palabra del Señor, necesito hacerlo mirando a Cristo Jesús crucificado y resucitado.

Ese camino hacia el misterio –esa luz desde la cruz-, lo enseña el evangelio antes de que sintamos necesidad de buscarlo para iluminar las oscuridades de nuestra vida.

Antes de que llegase la hora de Jesús, para presentarse delante del Señor, la fe recordaba la historia de Dios con su pueblo, las maravillas que el Señor había realizado para liberarlo, para hacerlo un pueblo santo en una tierra de libertad.

Hoy, en nuestra Eucaristía, escuchamos palabras de elección: “Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”.

Esas palabras se proclaman dichas al profeta a quien fueron dirigidas. Pero en nuestra celebración dominical, ya no es aquel profeta quien las escucha sino la comunidad eclesial, y en la comunidad, cada uno de nosotros. Y, si somos nosotros quienes hoy escuchamos, esas palabras son dichas hoy para nosotros.

Y es así. Pero, al escucharlas, antes de pensar en ti mismo como destinatario de esa revelación, la fe te hizo pensar en Jesús de Nazaret y las entendió como si hubieran sido dichas sobre todo para él: “Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré”.

La fe no tiene dificultad para entender esas palabras como dirigidas al profeta, al salmista, a Cristo Jesús, al cuerpo de Cristo que es la Iglesia, a cada uno de los hijos de esa Iglesia, a cada uno de los miembros de ese cuerpo. Y con todos ellos vamos repitiendo la oración: “A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído, y sálvame”.

Pero en medio de nuestro coro de profetas escogidos, de salmistas consagrados, de creyentes hambrientos de salvación, irrumpe el grito de hombres, mujeres y niños que, en esta semana que ahora termina, han perecido en medio de sufrimientos atroces, en caminos de emigración desesperada.

Entonces las palabras de la oración, que dichas del profeta, del salmista, de Jesús o de nosotros, nacían cargadas de sentido, se niegan a tener significado si las hace suyas los que mueren buscando salvación: “Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú, Dios mío, líbrame de la mano perversa.

Escucho esa oración envuelta en llamas en una tienda de plástico, la escucho agarrada a los restos de una barca que se ha hundido, la escucho apagada en agonías atroces por hipotermia, la escucho… y agonizan las palabras, se hunde el sentido, se carboniza la esperanza. Y se vuelve imprescindible la memoria de Jesús, crucificado y resucitado: memoria imprescindible para la fe, para la oración, para la esperanza; memoria imprescindible para que, en esos hombres, mujeres y niños que la muerte parece haber violado para siempre, la fe continúe viendo la fuerza de Dios, la gracia de Dios, la vida de Dios, la gloria de Dios.

Sin que hablen… sin que se escuche su voz”, esos hombres, mujeres y niños van diciendo con el profeta, con el salmista, con Jesús de Nazaret, contigo, Iglesia cuerpo de Cristo: “Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza, y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno, tú me sostenías.”

Y la fe intuye que también esos hombres, mujeres y niños van diciendo con verdad lo que con verdad, en Nazaret, Jesús dijo de sí mismo y de ti, Iglesia cuerpo de Cristo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”… “Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza, y mi confianza desde mi juventud”.

Para Jesús, para la Iglesia, para los pobres, “hoy se cumple la Escritura que acabáis de oír”.