¡TENEMOS UN PROBLEMA!

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Un solo problema del que puedo salir si en lugar de decir lo que es la gracia de Dios, me dejo vivir con gracia por Él, o si no le digo lo que me tiene que decir y me arriesgo a escuchar. Incluso más, puedo dejar que me vea como soy, en lugar de aparentar ante Él una fortaleza que no tengo. Puedo empezar a susurrar palabras que voy a vivir como: perdón, misericordia, cambio y alegría… en lugar de anunciarlas, una y otra vez, «para lo mismo decir mañana». Sí, definitivamente podría perder el miedo a ser tú de Dios, alguien que no necesita vivir aparentando en una relación tan íntima que es lo más grande del ser humano, pero vivida a medias es la mayor soledad.

Otro tanto ocurre con la relación con los demás. ¡Cuánta distancia entre lo que intuyo debe ser y lo que vivo como actitud! Quizá podría dejar de pensar que tengo solución para las vidas de otros y aprender a admirar cómo viven. O dejar de juzgar actitudes que no entiendo y agradecer la riqueza de ser diferentes. Podría dejar de buscar palabras que suenen bien sobre el amor, para complicar mi cómoda vida amando que es dar la cara, acariciar, acompañar, esperar y compartir. Incluso podría acercarme al silencio y la escucha para dejar de instruir a los demás diciendo qué es lo bueno y así descubrir lo mejor que se manifiesta en cada camino, cada vida, cada historia… en cada persona.

Tenemos un problema cuando hablamos de comunión y no dejamos que nos queme por dentro. Cuando la convertimos en algo aséptico, incoloro, indoloro e insulso. Cuando la tejemos de silencios, vidas superpuestas, inercias sin ruptura o en costumbres sin vida. Y hasta podamos salir del problema si empezamos de nuevo. Si preguntamos a la propia vida, si removemos las entrañas y dejamos que expresen qué es y qué calado tiene, en cada uno, aquello de amar sin medida, enamorarse del Reino, apasionarse por la misión o descubrir a Jesús como sentido.

Podemos desaprender tanta palabra que reiteramos de carrerilla. ¡Qué mal hemos contado el amor de Dios-Padre cuando tantos se sienten huérfanos! ¡Cuánto precepto, norma y ley usamos para sostener un mensaje que es experiencia de vida y libertad! ¿No estará esperando Dios y nuestro pueblo sencillamente que mostremos, sin palabras, cómo nos ha querido, salvado y perdonado? ¿Cómo nos ha hecho capaces de descubrir la felicidad en la alegría del bien compartido, la mesa común, el encuentro y la fiesta? ¿No habrá llegado el tiempo de abandonar el texto para cuidar el testimonio?

Estamos en un proceso sinodal inédito. Y ya hay quien tiene urgencia por decir qué debe decir. Ya manifestamos temor por si llega a sugerir lo que no está, por si hace brotar lo inédito. Y sin embargo, la innovación es dejar que aparezca y se haga fuerte aquello que puso Dios en el corazón de quienes, con buena voluntad, sueñan una casa común, una iglesia común, un camino de humanidad. Y eso, de momento, está tapado por infinidad de expresiones que apuntalan el relato conocido y gastado.

Tenemos solo un problema y es que sabemos demasiado. El escepticismo puede ahogar la inocencia. El relato de historias sucedidas puede ocultar la profecía. La costumbre, el riesgo y el miedo la alegría. Tenemos un problema y no es otro que nosotros, cada uno, cuando tememos la libertad de Dios y de mil maneras –a veces, bajo capa de fidelidad– le decimos cómo tiene que ser, qué tiene que decir, qué debe sostener.

El mejor modo de superar el problema es salir a la vida, ponerte en «modo vida», decirte una y otra vez que todo es gracia y, siempre, volver a empezar.