NUEVO MONOGRÁFICO DE VR. EL DISEÑO DE LA COMUNIDAD POSCOVID

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El diseño de la comunidad poscovid. Hombres y mujeres capaces de crear hogar

La tentación es seguir como si nada hubiese ocurrido. Organizar y formular los espacios comunitarios desde la perspectiva del inmediatismo (solucionar puntualmente los conflictos y retos) buscando que las personas en las comunidades sobrevivan y respondan a lo que siempre se ha hecho.

Ha quedado manifiesto y descubierto que las redes fraternas pueden estar heridas al haber reducido la comunión a funcionalidad. En estas circunstancias es urgente que aparezcan consagrados y consagradas que crean, busquen y ofrezcan comunidad hogar. Allí donde el signo es más importante que el proyecto y la vida se cuida para transparentar la fraternidad que los carismas y la sociedad necesitan.

Es más que evidente que hemos sufrido un cambio muy notable. Inimaginable cuando iniciamos el 2020. Este tiempo, después de más de un año de cuidado, duelo y restricciones, hace indispensable que los consagrados realicemos una reflexión sobre lo vivido, reparemos en las consecuencias de lo aprendido, extraigamos conclusiones para el presente y el porvenir y respondamos, adecuadamente, al significado de una realidad trágica, como es una pandemia, en la razón de ser y proponer de la vida consagrada.

Afirma, con razón, el papa Francisco, que lo positivo de la pandemia en nuestras congregaciones puede ser la invitación muy directa para volver a la esencialidad. Y así lo creemos, la proximidad de un final no tan lejano condujo a no pocos consagrados a hacer una reflexión profunda sobre el sentido de la vida; las expectativas de la comunión y el corazón de la misión para nuestro tiempo. Puso luz además en realidades sostenidas en el tiempo únicamente por la inercia: grupos comunitarios que nunca llegaron a ser comunidad, estilos de convivencia sin interacción y diálogo; soledades sostenidas en el tiempo y espacio de un recorrido sin vida… Ayudó a escribir, negro sobre blanco, sobre una crisis de la que éramos conocedores, pero no muy conscientes: la estructura de la comunidad, tal y como la conocemos y sostenemos, no solo no tiene recorrido, sino que está agotada.

Ante esta situación se abren nuevas expectativas en la vida de las congregaciones y órdenes; en las comunidades conventuales y monasterios. ¿Cómo podemos crear espacios comunitarios que tras el drama de la Covid-19 tengan sabor a hogar? ¿Cómo nos organizaremos? ¿Cómo priorizaremos los valores de la vida frente a los proyectos que conducen a un itinerario organizativo alejado de la vida de quienes necesitan vivir el Evangelio en comunidad?

La cuestión ni es sencilla, ni lineal. Tiene muchas aristas que deben ser tenidas en cuenta. La comprensión de la persona como ser poliédrico y complejo se hace imprescindible para ofrecer los rasgos de la fraternidad que el mundo necesita y, a la vez que quienes están llamados a encarnarla puedan hacerlo. Habrá tantas respuestas posibles como personas; habrá tantos factores, circunstancias e historias personales que afectan a cada consagrado y consagrada que han de escucharse y tener en cuenta; se hará necesario una generación de hombres y mujeres que entiendan este tiempo, lo amen y se dejen interpelar por la voz del Espíritu que se expresa en esta era pos-covid.

Sigue muy presente entre nosotros la tensión por querer tener ordenadas las cosas. Frecuentemente en los procesos capitulares aparece la intención de devolver a nuestra realidad de convivencia y misión un orden, supuestamente, perdido. Todavía somos más las generaciones del orden que las del caos en las congregaciones, y se nos ve enseguida buscando lo claro y distinto, para proceder según un hipotético «como debe ser».

Sin embargo nuestra realidad ni es clara, ni distinta. Es una amalgama de verdades que muchas veces se superponen y confunden y si no te acercas a ellas con destreza y lucidez, frecuentemente terminas sumido o sumida en la confusión. El discernimiento, imprescindible en todos los tiempos, necesita en el nuestro una dedicación y búsqueda firme. En este avanzado siglo XXI, ha cristalizado sobradamente una transmodernidad de difícil explicación. Cabe en ella lo antiguo y lo nuevo; lo barroco y lo minimalista; la sed de convivencia y la necesidad de aislamiento; la dependencia y la libertad; la austeridad y la posesión; la verdad y las verdades; el amor oblativo y el egoísmo soltero… Es un tiempo profundamente desconcertante, pero no condenado a desconocer el principio evangélico de la vida en comunidad. La necesidad que se impone es la búsqueda de aquella comunión que el Espíritu propone a los hombres y mujeres que hoy necesitan expresar en su vida que viven fraternamente en comunidad. Que es bien diferente.

Seguramente, es cierto, nuestra paradoja como consagrados no sea muy diferente a la de nuestros contemporáneos. «La pandemia pone al desnudo la vulnerabilidad humana, ha suscitado una preocupación profunda por lo esencial y ha hecho preguntarse por el sentido de su modo de vida, sus relaciones y lo que somos como Humanidad. La pandemia nos ha hecho preguntarnos sobre las condiciones en las que viven las personas mayores y el valor que les reconocemos. Sobre todo, la pandemia ha sido una gran toma de conciencia sobre la soledad y cuando se ha pensado sobre esa soledad no solo se ha focalizado en quienes viven aislados o padecieron la dramática soledad de la muerte y el duelo no acompañados, sino que en el fondo estábamos viendo el riesgo de soledad existencial que nos amenaza a cada uno de nosotros, la desconexión con el sentido de nuestro mundo y lo que somos. La soledad del siglo XXI se produce en el más profundo ámbito del ser. Es el propio siglo XXI el que siente soledad respecto a la Historia y necesita saber qué es». Muy probablemente ahí está el reto para la vida consagrada que ha podido iluminar la pandemia: situarse, de una buena vez, en el siglo XXI.