Pero la propuesta del Papa parte de la situación de nuestro tiempo, donde la globalización nos ha hecho vecinos, pero no hermanos. Por el contrario, estamos más distantes y solos, más desarticulados y vulnerables, limitados a la condición de espectadores y consumidores. Claramente, nuestras sociedades muestran dificultades para constituirse como un proyecto que abarque a todos. Obviamente, no nos sentimos compañeros del mismo barco e inquilinos de la misma casa común. Como la Encíclica afirma, partes de la humanidad parecen sacrificables en favor de una selección que favorece a un grupo humano sobre otro.
La «amistad social» es un intento de revertir esta situación. Su punto de partida es el reconocimiento básico de lo que vale un ser humano, siempre y en cualquier circunstancia, considerándolo precioso y digno de todo cuidado. Solo ejerciendo esta visión de la vida realizaremos una fraternidad abierta a todos. Sin embargo, para esto necesitamos cruzar las cómodas fronteras que nos separan. El reto de Francisco es ir «más allá», dándose cuenta, por ejemplo, de que la amistad no es un club exclusivo, sino una escuela donde entrenamos habilidades para ser aplicadas universalmente. Los amigos que solo se ocupan de sus amigos reducen el horizonte de la amistad. Y, de la misma manera, cuando las familias solo se preocupan por el bien de los suyos, y agotan su responsabilidad humana en ellos, algo decisivo queda por hacer. La experiencia de la amistad y el amor debe servir para abrir el corazón a lo que nos rodea, haciéndonos sensibles a esta realidad, involucrándonos en su cualificación ética, dotándonos de la generosidad para salir de nosotros mismos y acoger a todos. No existimos en un vacío, sino en un contexto amplio y diverso de relaciones de las que somos corresponsables.