RASTREANDO EL ODIO (4)
Existen “grados” en la experiencia personal del odio. Como existen en el amor. No todos “odian” ni del mismo modo ni con la misma intensidad. Ni tampoco todas las personas amamos con igual ímpetu y ardor. No es necesario poner ejemplos. El amor puede conducir incluso al martirio, al heroísmo, a entregar la vida para salvar la vida de otros. “No hay mayor amigo que el que da la vida por sus hermanos” (Jn.15,13). Hasta “ese punto” puede llegar el amor. Tuve dos amigos que murieron ahogados intentando salvar a dos desconocidos. Juanjo Mier, un extraordinario joven músico y el sacerdote Eduardo García, escolapio, también en plena juventud. Pero también conozco lo contrario, lamentablemente: personas que de tanto odiar consiguen “matar” a algún semejante, al menos psicológicamente, aunque no lleguen a la violencia extrema del asesinato o el homicidio, ni salgan nunca en los periódicos. Sus víctimas padecen una muerte lenta, incruenta o no, cotidiana, íntima, que arrastra pánico y anula para siempre sus vidas. Son los “odiadores” silenciosos, generalmente domésticos, familiares o parejas que “matan con cortaúñas”, a veces sin que la víctima sea totalmente consciente del opresor que les aniquila cotidiana y lentamente. Como boas que van engullendo parsimoniosa pero irremisiblemente a sus presas. El odio cuenta con un abanico inmenso de modalidades, “protocolos”, la inmensa mayoría de las veces, anónimo, sutil, encubierto, pero letal irremediablemente. Las mujeres, acosadas y destruidas por sus parejas o ex parejas, sólo son noticia cuando ha concluido el lento vía crucis durante un tiempo interminable. Pero también ocurre “a la inversa”, aunque en la actualidad no sea “políticamente correcto” expresarlo.
El odio es progresivo, gradual, “crece”, “se maleduca” en un proceso que no sabemos cuándo comenzó ni cómo terminará. Ocurre lo mismo con el amor: crece o decrece, se afianza o se deshilacha, se purifica o se embarra con celos, infidelidades y desconfianzas. Es el dinamismo que recorre el mismo peregrinaje de la existencia. Ni el odio ni el amor se adquieren para siempre. No tienen por qué durar toda la vida. De hecho, nunca permanecen inalterables, ni invariables. A veces tienen “fecha de caducidad”; pero no siempre. Por eso el amor es “un arte” mientras el odio es deleznable y hasta “anti-estético”: no sólo amoral.
Es llamativo cómo en ese panorama versátil y universal en la intensidad y el despliegue del odio, existen grados superlativos de odio/culpa proyectados hacia las masas más indolentes, sumisas por naturaleza o historia, ingenuas y elementales. Son los “odiadores líderes”, generalmente adornados de un gran encanto (son “encantadores de serpientes”), travestidos muchas veces de una verdad endeble que hace aguas por todas partes, de un mensaje simbólico de mesianismo y bondad universales, de un carisma arrastrador y manipulador, capaz de adormecer a las masas, a las “hordas”, a las multitudes sedientas de un salvador, también ellas necesitadas de alguien en quien descargar su responsabilidad personal o la miseria de sus vidas, de alguien que les diga qué tienen que hacer o cómo vencer la esclavitud política, social, económica. “El oprimido lleva siempre inoculado al opresor”, constataba el maestro Freire. Ese “pequeño opresor” que todos llevamos dentro, tiene necesidad de un “grande y verdadero opresor”, casi diríamos de “un especialista en oprimir”, un experto, alguien cargado de seguridad que mitigue nuestras inseguridades, alguien que nos dé razón de ser ante nuestra angustiosa falta de sentido, alguien que “nos saque las castañas del fuego” cuando llegue el aprieto o la situación límite, con una mística secular seductora y compulsiva. Las masas, eso que tristemente llamamos a veces, con la boca llena de promesas de libertad, “el pueblo”. Alguien que “nos dé libertad”, como si la libertad se regalara, se vendiera o se transmitiera de unos a otros: la libertad se la conquista uno solito, si quiere y si puede. Ese líder “experto” en la conducción de pueblos y de masas, inevitablemente “ególatra”, nos otorgará esa igualdad que pretendemos y que confundimos con un igualitarismo inhumano e imposible. El nos traerá la mística que necesitamos para dar sentido a la vida, el mensaje único e irrevocable, pluscuamperfecto, y que pertenece en exclusividad a los seguidores del líder experto surgido de las entrañas mismas del pueblo. Uno como nosotros, pero más digno, más afortunado, elegido por los dioses, es más, alguien que habla en nombre de los dioses y que por tanto es irrefutable, inviolable, sagrado. Y, por supuesto, quien no adore o siga las consignas del “mesías” queda proscrito, excluido, tildado de traidor, de mercenario o de espía de otro títere extranjero (o “extraño”) convertido en el enemigo necesario para que la llama del combate y el odio nunca se apague. El líder sanguinario siempre necesita un adversario que justifique sus tropelías y abusos de poder.
Existe una especie de mimetismo, que podemos encontrar, si expurgamos un poco, entre las dictaduras fanatizantes y las religiones opresoras. Porque el “mensaje” del gran odiador, termina o empieza, siendo o convirtiéndose en todo el “opio” que pueden llevar maquillado las religiones. Elegido normalmente sin elección democrática, impuesto por sí mismo o “por la gracia de Dios”, inmortal en sus efigies y estatuas de piedra o bronce después de su único y gran enemigo: la muerte, ésta les convierte en mitos (en el peor sentido del concepto) con pretensiones de permanencia eterna en el pueblo que le aupó a un trono inexpugnable. Por eso, en definitiva, los grandes líderes odiadores, convertidos en dictadores seguidos como mansos corderos (o no tan mansos) por millones de fans, nunca mueren del todo. En Cuba, en la actualidad, nunca hablan de la muerte de Fidel Castro, dicen, simplemente que “desapareció físicamente”.
Porque ha habido en nuestra historia, limitándonos a la más reciente, expertos y populares “odiadores” que han pasado precisamente a esa historia que, tristemente, ellos ayudaron a profanar y cargar de lágrimas, y sobre todo, de sangre. Porque quien no piense, no sienta, o no reconozca el poder del gran santón que nos ha deparado el panteón de los dioses eternos, debe ser excluido, estigmatizado, repudiado, expatriado, y si es necesario, “por la gracia del odio”, eliminado físicamente para siempre. Estas palabras de Ernesto Che Guevara son dignas de tenerse en cuenta: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal” (Mensaje a la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, Africa y América Latina. Abril de 1967) Para ser justos hay que decir que también encontramos en sus obras, palabras que enaltecen el amor revolucionario, ignoro si un amor demagógico o interesado “revolucionariamente”; pero la cita anterior es extraordinariamente expresiva. Lamentablemente, algunos de estos grandes odiadores ya desaparecidos, permanecen como “mitos” corrosivos en la conciencia ingenua y fanática de mucha gente a pesar de sus biografías repletas de deshumanización. Lo veremos.