TAMBIÉN LA PAZ ES SUBVERSIVA

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Siempre he pensado que para hablar sobre Cuba y su Iglesia se debe vivir en Cuba. No es mi caso en este momento. He vivido en Cuba durante muchos años, en mi juventud, y posteriormente como sacerdote en dos diócesis cubanas. No obstante mi permanencia actual fuera de la Isla, los graves acontecimientos del pasado 11 de julio, me llevan “en conciencia” a decir también mi palabra, sabedor de que la palabra, como la poesía, “es un arma cargada de futuro”, como escribió el poeta español Gabriel Celaya.

La Iglesia cubana, a la que me siento visceralmente unido, en sus laicos, obispos, sacerdotes, religiosos/as e instituciones, no ha permanecido muda ante los hechos que nos conmovieron a todos en la tarde del domingo día 11. Nuestros Obispos, con celeridad y oportunidad histórica, emitieron un Mensaje de todos conocido; valorado por unos y criticado negativamente por otros. Asimismo, la CONCUR publicó su documento, quizás más breve y concreto. Otros agentes de pastoral desde la Isla o fuera de ella han expresado su opinión, con la libertad que nos concede la dignidad humana y con nuestra conciencia de ser “artífices de nuestra propia Historia”, como nos recordaba Juan Pablo II en 1998. También hoy, hemos conocido la dramática plegaria a la Virgen de la Caridad, en su Santuario del Cobre, por el Arzobispo Primado de Cuba; así como otras declaraciones de otros obispos.

También nuestros hermanos Metodistas han hecho pública su opinión profética y cristiana ante los hechos referidos. Asimismo, responsables de la Logia masónica de Cuba se han unido a este clamor que se escucha dentro y fuera de Cuba. Estas comunicaciones nos hacen sentirnos hermanos de todos los cubanos de distintas opciones religiosas a la nuestra, dentro y fuera del país

Las opiniones, las posturas, los planteamientos, son, obviamente, diversos, incluso, en ocasiones, contradictorios. Es normal; no podría ser de otra forma. La pluralidad ideológica, política, religiosa, incluso ética, supone diversidad de opciones y posicionamientos, en éste y en todos los temas posibles. Para un sector, ignoro si mayoritario o no, la solución a los “problemas de Cuba” pasa necesaria e inevitablemente por la confrontación violenta. Para otro sector, es desde el diálogo y la paz como debe afrontarse la compleja y dramática realidad de nuestro pueblo desde hace más de seis décadas.

Personalmente pertenezco al segundo grupo: la de quienes además de gritar “patria y vida”, añadimos “paz”: “patria, vida y paz”. Pero los conceptos de “violencia” y “paz” son equívocos, tienen varias aristas y se prestan a manipulación, interesada o ignorante, lo que provoca muchas divergencias notables a la hora de encarar la compleja situación de nuestro país.

La violencia “no es buena”. La violencia nos retrotrae a los estadios más primarios y atávicos en la evolución de las especies animales hasta eclosionar en el surgimiento del homo sapiens que somos. Nuestra especie humana tiene una herencia genética que proviene precisamente de nuestros ancestros no humanos, pre-homínidos, que se distinguían fundamentalmente por ser depredadores. La depredación de nuestros antepasados formaba parte de su legítima necesidad de supervivencia: el más fuerte, el más poderoso, el más agresivo, devoraba y eliminaba a otras especies con menos capacidad defensiva. Depredaban para sobrevivir. Era “la ley” tallada en los genes de nuestros predecesores. Hoy, millones de años después, cuando los seres humanos, consecuencia de una lenta y equilibrada evolución de las especies, incurren en comportamientos de depredación, sometimiento de los inferiores o débiles, eliminación drástica a través de una violencia mucho más sofisticada y eficaz, se retrotraen a niveles puramente animales e irracionales que la evolución de la conciencia, la inteligencia y la compasión, deberían haber suprimido, radicalmente, de un Planeta, el único que conocemos, con capacidad para pensar, reflexionar, ayudar, perdonar, amar, y en definitiva, ser “coherentes” con ese mismo proceso evolutivo del que formamos parte.

La violencia “engendra violencia”, suele decirse habitualmente. Y es cierto. Siempre crea en su entorno verdaderas “espirales” de odio y aniquilación. Se cuentan por miles las batallas, combates, luchas, guerras, confrontaciones bélicas, que han tenido lugar en nuestra historia, la historia de los hombres pensantes, reflexivos, con conciencia de una dignidad descubierta como elemento esencial de esa misma lenta y dolorosa, pero extraordinaria evolución de las especies. Nunca existen “actos violentos” que se queden en sí mismos, que no sean el detonador de una cadena contagiosa de odio. En estas épocas de pandemia, conocemos lamentablemente, esa infección imparable de los virus, que extienden su “violencia destructiva”, pero natural en su misma identidad viral por todo el género humano. Por eso la violencia es siempre “virulenta” (de “virus”), porque se contagia y obnubila la razón, el discernimiento, los valores más genuinamente humanos, “ganados” durante miles o millones de años por esta especie de homo sapiens a la que pertenecemos.

La violencia es siempre destructiva y no constructiva. La violencia es siempre incapaz de resolver los conflictos. “La unidad está antes que el conflicto” nos dice Francisco, tan incomprendido y denostado por sus breves palabras en el Angelus del domingo pasado, sin pensar que “los cubanos somos los autores de nuestra propia Historia” (Juan Pablo II en Cuba) y que el Papa Francisco en el conjunto de su Magisterio es un fiel defensor de la paz y los Derechos Humanos. También en Cuba. Ningún país puede erigirse sobre parámetros violentos. Ni ninguna persona individual, ni ninguna familia. Precisamente la sociabilidad, la convivencia humana, fue uno de los factores determinantes del “surgimiento” del ser humano en esa evolución de las especies a la que nos referimos. Si acudimos a la violencia como mediación, camino, medio, para conseguir los cambios que muchos deseamos para Cuba, nos condenamos a ser un pueblo construido sobre el odio y la animadversión, un pueblo roto, una Isla partida por la mitad, unos hogares más destruidos aún por motivos socio-políticos. ¡Qué bien lo entendió José Martí en su conocido lema: “con todos y para el bien de todos”. Y “todos” es “todos”, no sólo los que piensan como yo. O en otras palabras menos conocidas: “Puede militarse en distintos bandos; puede tenerse distinta opinión política, como se tienen distintas creencias filosóficas, sin que el uso del libre derecho de pensar implique injurias descorteses, ni imponga la obligación de odiarse y defenderse”. Martí, que tenía sus ideas muy claras, que nunca abdicó de su pensamiento, fue capaz de comprender y aceptar la pluralidad libre de ideas de todos los cubanos, evitando incluso “injurias descorteses”, palabras ofensivas, y mucho menos “la obligación de odiarse y defenderse”.

Un pueblo que no perdona sino que odia, un pueblo que no se reconcilia, sino que conserva y cultiva sus propios rencores, sus resentimientos, sus justos dolores y ofensas recibidas, es un pueblo enfermo. Todos los cubanos hemos sufrido durante muchos años. Aun recuerdo el pánico que, siendo niño, me tocó vivir durante la sangrienta dictadura de Batista, y la felicidad que viví junto a todo el pueblo cubano cuando el 1º de enero de 1959 vi pasar ante mi casa de Santa Clara al Che Guevara y a los “melenudos” que bajaban de la Sierra del Escambray. “Cuando toda Santa Clara se levanta para verte”. Pero han pasado más de 62 años de aquella visión casi celestial de un adolescente sorprendido y algo asustado, pero feliz con la felicidad de todos. Hace ya demasiado tiempo que aquella “mística” de esperanza ha ido debilitándose, maleándose, corrompiéndose.

Jesús de Nazaret, la única y gran referencia de los cristianos, fue un hombre de paz, sabía muy bien que el amor es la mejor “arma” para la solución de los conflictos interpersonales o entre los grupos o pueblos. Nunca se afilió a ningún movimiento político-religioso de su época, porque su único líder era su Padre Dios. Jesús defendió a los oprimidos, a los marginados, descartados, a los pobres, en definitiva, a su pueblo. Pero ese hombre “radicalmente constructor de paz”, padeció también, como todos los seres humanos, momentos de molestia interior, de desazón, de sensibilidad comprometida ante las injusticias, y no le bastaron palabras bonitas pero inútiles, fue capaz de enfrentarse a las autoridades políticas y religiosas de su momento histórico, incluso tomó un látigo y expulsó del Templo de Jerusalén a quienes habían corrompido la fe judía y la habían convertido en negocio espurio, personal o grupal. Esta “violencia” de Jesús es profundamente humana, comprensible, justa. Es la “santa ira” de los santos. Amar, defender, ser artesano de la paz, no significa estar de brazos cruzados, ser espectadores impasibles y por tanto cómplices de situaciones de ignominia e injusticia. Cuando alguien defiende en la calle a una persona débil e indefensa que está siendo atacada brutalmente por un grupo de terroristas, o por personas violentas cargadas de odio, tiene que ejercer “un tipo de violencia” justa e imprescindible. Sería absurdo ponerse a dialogar con los atacantes. Es la “acción-reacción”  primaria, elemental, humana, en las que todos hemos incurrido algunas veces en nuestra vida. La Iglesia siempre ha defendido la acción, incluso con consecuencias fatales, de la defensa propia o la defensa de los oprimidos y violentados. Es decir, no todas las “violencias” son iguales ni pueden medirse con la misma vara de medir. Pero una violencia premeditada, preparada, organizada, calculada con alevosía, con fines e intereses propios o de grupo, que conlleve consecuencias de posible y probable derramamiento de sangre, es, en sí misma, no sólo rechazable, sino ilegítima e ilegal. Y si esa violencia se induce o provoca desde instancias del poder establecido por quienes tienen el deber de defender a todo un pueblo, entonces se convierte en ignominia rechazable que conlleva, incluso, la desobediencia civil. ¿O había que obedecer, éticamente, las órdenes de guerra, odio patológico y violencia de Hitler, de Stalin o de Batista? “La verdad está, incluso, por encima de la paz”, decía Miguel de Unamuno.

La Paz, escrita con mayúsculas, es otro concepto que puede ser ambiguo. Para no pocos, la paz significa pasividad, pacifismo, inactividad, sumisión, conformidad, resignación. Sin embargo, la verdadera Paz es siempre “subversiva”. Y éste es otro concepto con mala fama; pensamos que los “subversivos” son delincuentes, mercenarios, terroristas, violentos por definición. El concepto castellano “sub-versión” significa literalmente “cambio, transformación”. Sub-vertir una situación, personal, social o política, significa “cambiar” dicha situación, trastocarla. Y la Paz, en este sentido, es siempre “subversiva” porque es la única capaz de transformar situaciones complejas o no deseadas. La Paz no es la ausencia de acción, sino una “resistencia activa no-violenta”, como tantas veces dijo Mahatma Gandhi y fue violentamente asesinado por uno de los suyos; como la vivió el sacerdote cubano Félix Valera, casi toda una vida en el exilio; como la entendió el pastor Marthin Luther King, también asesinado; San Oscar Arnulfo Romero, asimismo masacrado ante el altar por el gobierno dictatorial de El Salvador; y más cerca de nosotros, Nelson Mandela y Pepe Múgica, peregrinos de la acción violenta a artesanos convencidos de la paz subversiva. La Paz es la mansedumbre de la bienaventuranza central de Jesús de Nazaret. No es una paz “irenista” o “irenaica”, es decir, inactiva, pasiva, cómoda. Es la forma de respetar la dignidad humana y de liberar al opresor del virus destructor de su propia violencia. Sin Paz, Cuba no puede reconstruirse, avanzar, cambiar. Hace muchos años que desde la Iglesia cubana venimos hablando y pidiendo la reconciliación de todos los cubanos (la bibliografía es amplia). Pero esa palabra, como escribí un día, es “una palabra maldita”, porque los cubanos la entendemos mal. Reconciliarse no es “hacer las paces” dándose la mano sin más, no significa impunidad hacia hechos delictivos debidamente juzgados por un Juzgado imparcial, pero tampoco tolera el  espíritu de revancha o de venganza por los adversarios. Perdonar no significa olvidar. “Perdono pero no olvido” es un asertum correcto: pero el olvido no puede significar rencor, odio interno, resentimiento eterno. ¡Claro que se puede perdonar y no olvidar la ofensa!; pero se trata de un olvido armónico, incorporado al dolor legítimo de quien ha sido grandemente ofendido. ¿Puede una madre olvidar la afrenta “inolvidable” del asesinato de un hijo? ¿Puede pedir Dios eso a una madre? La afrenta sufrida debe convertirse, con el tiempo y la oración, en una cicatriz; pero hay que cerrar la herida para que no supure. Mientras nuestras heridas no se cautericen y se consiga perdonar, no tendremos cicatrices. Las cicatrices  son signos o señales de las heridas que nos infringe la vida, porque son un recordatorio del Mal inevitable en el mundo y en uno mismo, un memorial de un terrible y traumático sufrimiento, que una vez asumido sin rencor ni ánimo de venganza, sino con perdón gestado con lágrimas, y tiempo dolorido de meditación y sanación personal, ayudan a madurar a la persona, le engrandecen, le hacen estar “por encima” del daño que me ocasionaron. Sólo pacificados podemos ser artesanos de la paz. Reconciliarse es perdonar, es aceptar que todos los seres humanos tenemos derecho a pensar y a ser como queramos, a manifestar nuestras ideas con libertad. Las calles de Cuba son de todos, con baches y socavones incluidos. Como lo son de todos los cubanos las palmas de la campiña, el cielo azul, el tocororo, el Himno Nacional y José Martí. Nadie tiene derecho a privatizar los signos patrios que son patrimonio de quienes nacimos en esa Isla de corcho, lacerada por siglos buscando su libertad y su independencia. No podemos seguir viviendo “como polvo en el viento”, nos recuerda Leonardo Padura.

La reconciliación no supone renunciar a nada, pero sí, aceptar la existencia de las ideas ajenas, siempre que no conlleven odio o violencia. El “ojo por ojo y diente por diente”, que defendía hace unos días un sector abakuá, no puede ser el horizonte hacia el cual dirigirnos. Ya son suficientes las lágrimas para que además tengamos que llorar sangre. La reconciliación, tan poco buscada ni posibilitada durante años, incluso dentro de algunos sectores de la Iglesia cubana, dentro y fuera del país, es el único camino inclusivo y liberador. La Paz, como la reconciliación, se construyen arduamente, lentamente, pedagógicamente. Es un proceso de conversión interior, de “subversión” del corazón herido que lentamente se va sanando. Dice el Papa Francisco: “La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros… Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocados con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética” (Evangelii gaudium, 218 y números siguientes).

El diálogo debe ser una mediación eficaz para conseguir la paz social y para afrontar la compleja y “extraordinaria” (Mons. Aranguren) situación que explotó el pasado 11 de este mes. Pero el diálogo tiene sus tiempos, sus condiciones y sus circunstancias. Estimo altamente difícil un diálogo en estos momentos. (“El tiempo es superior al espacio”, dice Francisco). No siempre puede haber diálogo: tiene que haber voluntad política para que tenga lugar; tiene que haber apertura para ceder ante las reivindicaciones del adversario; nadie puede “pararse” de la mesa del diálogo ni creer que tiene “toda la verdad”, incluso “la verdad absoluta”. El diálogo hay que prepararlo, hay que posibilitarlo, es un proceso, para que sea un instrumento válido de pacificación, encuentro y cambio. Quizás perdimos otros “tiempos”, otras oportunidades de diálogo, o, tal vez, se intentó, y no hubo interlocutor dispuesto. Quizás sea momento de ir buscando madera para construir esa “mesa de diálogo” que convoque y reúna a  “las dos Cubas”, para conseguir una sola, la Casa común, que  todos deseamos. “Porque Cristo es nuestra paz, él que de los dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo en su propia carne el muro, el odio, que los separaba” (Ef.3,14).

Cuba no debe caer en la provocación de la confrontación violenta en la calles, ni clamar por una absurda e inmoral intervención militar de los Estados Unidos. Cuba debe seguir rechazando el bloqueo (o si algunos prefieren, el “embargo”) como han hecho nuestros Obispos cubanos y los tres últimos Papas que nos han visitado. Cuba debe ser de los cubanos, siempre.

Y ahora, ¿qué? ¿Qué ocurrirá en Cuba? ¿Qué le ocurrirá a su pueblo, a su gente? Inmersos en una terrible pandemia que complica aún más las cosas, Cuba debe seguir -es mi modesta opinión- apostando por la justicia, la paz y la libertad, por una resistencia no-violenta activa. La Vida es siempre más importante que la Muerte, y ésta no puede nunca contraponerse en disyuntiva a la Patria. Pero la Paz, la verdadera paz, debe ser el horizonte que nos alumbre.

Termino con otras palabras de Francisco en su encíclica programática: “Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. ‘Felices los que trabajan por la paz’ (Mt.5,9) (EG,227).

“Virgen mambisa, que todos tus hijos sean hermanos”.