Propuesta de Retiro Febrero

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CAMBIAR DE DIOS, CAMBIAR DE CORAZÓN

 

Volver a la ternura del primer amor

Volver al profeta Oseas

Desde la experiencia de nuestra fe, en los contextos de esta cultura en la que vivimos, quizá se nos está llamando a volver a Oseas, al profeta de la misericordia desmesurada y el afecto invencible del primer amor. Estamos buscando una integración más lúcida que recoja mejor la visión del compromiso cristiano contra la injusticia y lo sitúe en el centro del corazón. Esto es lo que nos sugiere desde la inspiración bíblica la vuelta que podemos dar (la conversión) en el momento en que vivimos.

Para Oseas la época que le tocó vivir fue especialmente dura, ya que se trata de los tiempos de la primera deportación del pueblo. La colonización de Asiria provocó cambios de fronteras, y una situación de franco vasallaje que fue provocando un progresivo empobrecimiento del pueblo de Israel por las cargas impositivas (8, 10). Incluso la estatua del novillo de Betel fue expatriado (10, 5-6).

La violencia inunda el país: seis reyes en treinta años, cuatro de los cuales son asesinados por usurpadores (7, 7). Del reinado de Manajén se nos cuentan numerosas atrocidades (2Re 15,16), y el pueblo se encuentra en una situación en la que reina el engaño y se hacen frecuentes los asesinatos, los robos, los adulterios, los homicidios… “Por eso gime el país y desfallecen sus habitantes” (4, 2-3).

La religión del Dios único y de la alianza se ve contaminada de sincretismo: proliferación del culto a los baales, dioses cananeos ligados al culto de la fertilidad, la práctica de la prostitución sagrada, el recurso al esoterismo… Una sociedad que se ha prostituido por entero porque desde la cabeza a los pies no vive en la verdad ni en la lealtad.

 

Donde resuena de nuevo

la voz profética

A Oseas le toca vivir una situación que parece ser “el fin de la historia”, quizá como a nosotros. La gran utopía de Dios con su pueblo parece venirse abajo. Es precisamente en esa situación de postración y desa-liento, donde ahora resuena una palabra profética: Dios decide con el corazón la suerte de su hijo y de su esposa; se le conmueven las entrañas, le da un vuelco el corazón (11, 9). En vez del castigo el profeta siente una llamada: “Los amaré sin que lo merezcan” (14, 5), anunciando una nueva gracia, un nuevo amor.

La gracia y las palabras de un nuevo amor. A un pueblo desalentado, herido y roto le alienta el profeta con un lenguaje cálido e intimista y le anuncia una nueva vida (6, 1-2). Dios decide curar a Israel (7, 1), porque el rey de Asiria, con todo su imperio, no lo puede sanar. Y lo va a hacer posible no con la denuncia y la amenaza sino con el cariño y el afecto, hablándole al corazón (2,16).

Oseas, como su contemporáneo Amós, tiene motivos de sobra para hablar de justicia, pero opta por otro camino y habla de hesed, un afecto intraducible que brota del corazón como gracia, ternura, conmoción ante la desgracia, que sobreabunda sobre la miseria y el pecado del pueblo. Vocabulario de las relaciones humanas, del afecto y la compasión. Dios como esposo que ata con correas de amor, que atrae con cuerdas de cariño (11, 4) quiere seducir a su amada (2,16).

“La llevaré al desierto y le hablaré

al corazón”

Para el profeta, que sufre en su carne las infidelidades de Gomer su esposa, el cariño de Dios se ve reflejado en el suyo propio. Aunque su mujer le sea infiel él experimenta una contradicción íntima: es cierto que le traiciona con cualquiera, pero no puede dejar de amar a su esposa. Dios, seguramente, tampoco.

Y como la suya, Dios se hace palabra de amante apasionado que no puede forzar el cariño de su esposa y que quiere ganar su corazón en el desierto, es decir, en la soledad e intimidad de su amor frustrado. Un Dios humano que busca rehacer el deseo por pura gracia, sin miedo, con lazos de amor, en la intimidad recreada.

Oseas va a la raíz de la injusticia, que es el corazón, y por eso aunque no se desentiende de sus heridas y busca curar sus infidelidades, va más allá de ellas y quiere restaurar el fondo dañado de su propia deseabilidad personal. Porque eso es lo más importante.

Para ello debe recurrir a la incondicionalidad del amor gratuito, a la bendición original, que no es otra cosa sino descubrir que existir es recibir la vida gratuitamente desde los otros, desde el hesed de Dios. Sólo de este modo, hablando al corazón, se reaviva el amor y la entrega, se rehabilita el deseo. Así ella, la esposa casquivana, le responderá como en los días de su juventud (2,17).

 

Descubrir un Dios diferente y nuevo

En nuestros contextos cotidianos el problema es más profundo que cambiar de acento en nuestro lenguaje: se trata de algo más serio, de “cambiar de Dios” y descubrir un Dios diferente que se parezca más al Dios de nuestro Señor Jesucristo. Se trata de descubrir que se ha producido un cambio, que se nos ofrece una nueva manera de relacionarnos con el Dios tierno, clemente y misericordioso. Es la revolución de la ternura.

Desde la experiencia del pecado y del mal, desde el sufrimiento y la injusticia, se puede recibir la gracia del nuevo rostro de Dios. Y tenemos que tomar una decisión inevitable: recurrir de verdad a Dios o ir a postrarnos ante los baales, aunque éstos nos aparezcan frecuentemente con el rostro mismo de Dios.

Los ídolos son los que nos dominan y se hacen dueños de nuestro bienestar y nuestra vida en abundancia. Lo hacen porque la contaminación de los paradigmas del poder y la seguridad en la experiencia fontal del deseo convierten a Dios en un Baal que nos somete y nos esclaviza.

Pero debemos ir aún más lejos: no se trata solamente de dejar a los ídolos que reconocemos como tales, sino de descubrir un nuevo rostro en el Dios al que adoramos. Dios en condiciones de igualdad, sin encogimientos ni sometimientos, dejando crecer gozosos nuestro ser en su presencia. Baal es señor y propietario, Ish, es nuestro Dios, es decir, compañero, amante en condiciones de igualdad, con el que se puede hablar de corazón a corazón, sin culpas ni reproches.

Y desde aquí es todo un nuevo paisaje el que se dibuja. No hay temor de hacer mal las cosas, de no agradar a Dios suficientemente. Lo que hay es cariño y confianza. Se libera una fuerza del deseo que brota del corazón hacia Aquél a quien reconocemos como la fuente de ese mismo amor. Es muy diferente amar con el amor de Aquél que nos ama primero, que amar desde otra fuente. Lo que Oseas nos presenta es un “amor diferente”, con un Dios diferente, esposo y compañero.

 

 

La gracia que nos abre a la ternura

Mucho se equivoca quien quiera tachar este lenguaje de intimista y poco comprometido. El mundo y el corazón son dos realidades que se reflejan la una en la otra. Para Oseas el lenguaje de la seducción lleva al matrimonio, al compromiso. Pero no se puede tomar un atajo. “Conocer”, así a Dios (2, 21-22) supone un proceso en donde nos jugamos el sentido de nuestro amor y nuestro deseo. Esto es lo que nos abre a la justicia y al derecho y no al revés.

Acor, es el nombre del valle de la desgracia, porque fue un mal camino por el que entraron los israelitas en la tierra (Jos 7, 24-26). Por eso también podemos nosotros preguntarnos: ¿cuál es nuestro “Acor”, nuestro camino equivocado, nuestros de-sengaños? La decepción sentida y conocida es lo que hará que ese mismo lugar se convierta en “Paso de esperanza”. Reconocer la herida del corazón nos invita a descubrir la sacramentalidad de la ternura, “una más violenta caridad”, al decir de S. Ignacio.

Jesús devolvía dignidad llegando hasta el corazón y no aportando una salvación exterior, ni una respuesta ética ni menos aún ideológica. En los nuevos contextos cotidianos podemos escuchar una invitación a abrirnos a la ternura de Dios, padre y esposo para todos, madre y amante, que nos tiene tatuados en la palma de su mano.

 

La gracia y las palabras de un nuevo amor

Ante el contexto global en el que vivimos hay que descubrir una nueva sensibilidad. La fe cristiana busca hoy sus coherencias allá donde se sitúa. Es decir, en los diferentes contextos, tanto vitales como históricos, que le hacen arraigar y crecer como una semilla.

Los contextos no son solamente lo que rodean las palabras del discurso, sino que lo informan, porque son los hilos en donde lo tejemos. Dar razón de la fe en los contextos vitales en los que vivimos es mostrar su capacidad (la de la fe) de aportar salvación, felicidad, y no sólo remedio, precisamente en medio de ellos, para esta humanidad nuestra hecha a medias de esperanza y de fragilidad.

La nueva sensibilidad nos impone una mayor atención a la verdad y a la felicidad de los otros, porque queremos dar razón a lo que escapa a nuestra razón, queremos contemplar el mundo más allá de la mera voluntad ética de cambio en la que nos aseguramos, pero también desde algo más allá de la ética, desde el don que siempre nos precede, no desde lo que conquistamos sino desde lo que “se nos regala”.

Esta nueva visión de la vida, que incluye el concepto de la “alteridad”, de la presencia regalada de los otros, en la propia definición de nuestra identidad, nos alumbra un nuevo camino: el del diálogo y la complementariedad, el de la búsqueda de la verdad y de la felicidad de otro modo, sin imponerla a nadie. Al que ha sido alcanzado por ellas se le nota por la fuerza interna de su convicción, no porque intente imponerlas a los otros sin consideración.

La nueva sensibilidad, abierta y dialogante inspira de otro modo la teología cristiana y le obliga a incorporar nuevas metáforas para expresar la experiencia de gracia de la cercanía a nuestro mundo del Dios en Jesús, el Cristo. “En Jesús” no quiere indicar solamente su figura terrena, o los escritos en los que se narra su vida y milagros, sino que alude a una perspectiva global, también y sobre todo después de su triunfo de la muerte y vuelta al misterio escondido del seno de Dios.

 

La conversión como feliz cambio de horizonte

La misma palabra “conversión” tiene acepciones distintas. Desde el punto de vista ideológico se podría traducir por “cambiar de mentalidad”: darle un giro a la manera como percibimos el mundo y nos situamos ante la vida. En este sentido cuando lo hacemos nos convertimos a algo diferente, a algo que nos cambia el horizonte de expectativas y el centro de interés.

Sin embargo, desde el punto de vista religioso, la palabra conversión sugiere más bien un cambio de credo. En la primera época del cristianismo los convertidos eran los que dejaban de dar culto a los dioses del imperio y se hacían fieles cristianos, es decir: cambiaban de credo, de religión. En la actualidad hablamos de conversión al catolicismo, o al Islam, para describir la conducta de quienes cambian de religión.

De un modo más directo y sencillo, conversión se entiende como cambiar algo en otra cosa. “El agua se convirtió en vino” o incluso “el príncipe se convirtió en rana”, es decir se transformó en su sustancia más propia y pasó a ser otra cosa.

Cuando nos planteamos la necesidad de una nueva conversión en nuestra vida, ¿con cuál de estas acepciones nos estamos identificando? ¿Podemos pensar en una verdadera transformación del corazón, en una nueva orientación hacia la felicidad?

 

La belleza, la alegría y la gracia en un mundo amenazado

El anuncio cristiano reclama su centralidad en la “gracia” de Dios; es decir, en el don que el mismo Dios nos hace a la humanidad por medio de la encarnación de su Hijo Jesús. Pese a la resistencia moderna de que el Absoluto se pueda dar en la historia, que siempre es criatura y contingente, la fe cristiana afirma que nuestra historia tiene remedio porque se ha mostrado en ella, y se nos ha ofrecido gratis, la salvación de Dios.

Este “exceso” de significación para nuestra historia dramática, este don inconcebible, es lo que dota al paradigma cristiano de una fuente de sentido acerca de la felicidad, y provoca un impacto en la conciencia y en la actuación de los creyentes. No basta con la racionalidad ni con la ética para pasar de una historia “trágica” a una historia “redimida”, porque la persona de Jesús ha introducido en la historia humana una estrella de redención.

Hay un punto de luz en nuestra historia desde el que dimana todo el potencial de sentido y felicidad: el amor de Dios manifestado en la fragilidad de nuestra carne, que convierte al mundo entero en una teofanía, más aún: en una realidad feliz y salvada en esperanza.

El Evangelio subraya de forma eminente la realidad humana como existencia corporal, y encierra una fuerza propia para promover un estilo de vida verdaderamente sano y feliz. En medio de un mundo roto y amenazado de tan variadas formas, redescubrir una cultura de la belleza y la alegría del cuerpo, y la legítima aspiración a la felicidad y al goce de lo bueno es muy importante.

Desde la fe en Jesús se supone que nos alejamos de un concepto de lo divino ligado a experiencias de lo tremendo y amenazador, para acercarnos a lo amable, lo gracioso, lo atrayente. Supone que nuestra vivencia de Dios se vincula, con más frecuencia, a lo atrayente y armonioso; que toma un nuevo carácter cuando es marcado por la belleza y el amor en lugar de serlo, como por desgracia es tan frecuente, por las categorías de la violencia y el poder.

 

Múltiples modos de conversión: las bienaventuranzas

La conversión al reinado de Dios, que es la que predicó Jesús, y a la que nos siguen invitando la Iglesias cristianas, se distingue claramente de otras ofertas éticas o religiosas.

Contrariamente a la predicada por Juan el Bautista, que era una conversión a otra forma de vida más justa y austera, amenazados por la inminencia de un castigo divino, lo que Jesús predica es un cambio de estado de vida, en un mundo dividido y redimido, al que se entra por la generosidad de Dios.

Podríamos decir que las puertas de entrada al reinado de Dios son variadas y múltiples ya que en las bienaventuranzas se nos indican muchas conversiones, y algunas bien curiosas y atrevidas. Ninguna de ellas es una conversión de actitudes éticas, sino más bien de estados vitales: “los que saben aguantar, los que trabajan por la paz, los limpios de corazón, los perseguidos por su fidelidad…” cada uno de estos tipos describen cualidades interiores que llevan a un estilo de vida muy concreto y no exclusivamente religioso. De cada uno de ellos se asegura que son felices porque “suyo es el reinado de Dios”, o “porque verán a Dios”, o también “tendrán a Dios por Rey”.

Las bienaventuranzas son una teología de la bendición para los sufrientes de este mundo, y una teología de la bendición es necesariamente una espiritualidad de la maduración, del crecimiento, de la expansión, y por tanto de la felicidad. Convertirnos al Evangelio es recuperar la flexibilidad vital, dejar atrás lo que no somos: cerrados, inflexibles, sin horizontes.

En realidad la proclamación de las ocho bendiciones es también una llamada a la felicidad, a recobrar la relación original con el amor, con la vida. Recordar los “pasos perdidos”, las divisiones sociales, los vínculos olvidados que también nos alimentan la vida. Del corazón pobre, limpio, pacificado brota una nueva felicidad: la de una persona madura para la visión y la comprensión de otro Dios en medio de la circunstancias de su propia vida.

 

La conversión evangélica como núcleo de cambio

El núcleo de toda espiritualidad, cristiana o no, es la transformación personal, y la aceptación de un cambio para hacer más feliz nuestra vida. Si la conversión del corazón es siempre obra de Dios en nosotros, no podemos alcanzarla sin que se produzca una atracción hacia su amor en lo más profundo de nuestra existencia. La conversión es obra de la Gracia, de ese misterio de cercanía del amor de Dios a nuestra humanidad, es decir: a cada uno y cada una de nosotros.

El primer movimiento de la conversión es una tensión de amor, un ensanchamiento del corazón que abriga la confianza de abrazarse a Quien es origen y meta de todo lo bueno. La espiritualidad cristiana no es otra cosa que una intensificación de la vida, una cualidad nueva del amor que se hace notar en nuestras entrañas, una experiencia íntima de felicidad.

Cambiar la orientación de la vida es un proceso en el que entra toda la persona, pero que nos desborda, que no se puede elaborar sino desde la experiencia del don de Dios. Cuando pensamos en Dios, a la hora de hablar de la conversión, no podemos olvidar que hablamos del agua pero desde nuestra experiencia de tener sed. Y, aunque la sed es la misma, el agua siempre es diferente.

No podemos hablar del amor de Dios como algo independiente de la experiencia que hemos hecho de él, sino como Alguien que se nos revela en la misma experiencia. Por eso, la conversión es siempre una experiencia de alegre novedad, porque Dios es siempre un nuevo lenguaje. Así, podemos gustar a Dios como al ser siempre nuevo de quien bebemos, el agua fresca que saboreamos en cada experiencia nueva y feliz de conversión a Él.

 

Reconocer a Dios en el mundo para amar y servir en todo

Cambiar de Dios, aunque nos suene extraño, parece ser el imperativo de la conversión a la felicidad que predica Jesús. Reconocer a Dios en medio de la realidad, en medio del mundo. Porque sólo mediante un cambio radical de la experiencia de Dios en el corazón se puede acceder a este cambio interior o transformación del corazón.

En primer lugar, porque nadie somos dueños para cambiar nuestro corazón. ¡Ya nos gustaría! Eso es algo que nos supera, porque el corazón tiene sus dinámicas y son la expansión del mismo hacia otras personas, y la adhesión firme a aquellos a quienes amamos.

Para amar y servir en todo es necesario reconocer a Dios en todo. Porque sólo desde un cambio muy radical de nuestra imagen de Dios se puede dar un paso hacia una nueva orientación vital, y hacia un nuevo entrenamiento del deseo para lograr la felicidad.

Necesitamos reconocer a Dios en el mundo para amar y servir en toda ocasión. Dios es una marca muy profunda en las entretelas de nuestro corazón y depende a quien rendimos adoración para calibrar la calidad del mismo. Aquí reside la verdad o la mentira de nuestra felicidad. Nos veremos felices si deseamos otras cosas, si dejándonos conducir a donde Él nos lleva, ponemos el corazón en el camino de la felicidad evangélica.

El Espíritu de Jesús inspira el disfrute agradecido de todo lo creado. En lo amable se ha hecho cuerpo el espíritu, y el sentir placentero, el amar con todo nuestro cuerpo, se convierten en campo de la experiencia de Dios. Lo corporal se hace mediador de lo divino. Cristo, el mediador, es como Dios-hombre más corporal que una mera idea abstracta de Dios.

En Él los ámbitos del deseo y de la necesidad se expanden hacia una vivencia que fluye en el ágape y la fiesta. Sólo en tal vivencia se han escrito esos “textos de gozo” que son los evangelios, anunciadores de una vivencia del ser humano en su totalidad, vivida intensamente por la fuerza de la fe que ha vencido al mundo.

 

VOLVER A LA REVOLUCIÓN

DE LA TERNURA

Los lugares de nuestra geografía corporal se nos cierran demasiadas veces, Señor siempre Compasivo.

Cada día cerramos infinidad de veces nuestros ojos para no ver más miserias, nuestros oídos ahítos de gritos, llantos y gemidos.

Pero sobre todo se nos cierra nuestra carne, la doliente y amante carne que ha sido asumida por ti para revestir la humilde gloria de nuestro Dios.

Necesitamos exponernos más, dejarnos acariciar, abrazar y tocar por tu Mano que nos cura. Lo queremos, lo deseamos como la cierva herida, como tierra reseca y sin agua.

Nos hemos sentido convocados al llanto, pero no a la risa; hemos comido el pan del destierro, pero nos falta saborear la dulzura del vino de tu corazón… Queremos de-satarnos el sayal del desencanto y vestirnos la túnica de peregrinos.

No sabemos volver sobre nuestros brazos, heridos de tanto recoger víctimas al borde de nuestros caminos, y ver nacer en ellos las flores abiertas y fragantes de tu unción sanadora.

Nos falta el vino para vendar las heridas, propias y ajenas, se nos escapa el cariño para cargar con nuestros hermanos en un abrazo tierno y fraternal.

Padre, esposo, Dios y madre nuestra, escucha nuestro clamor y llena nuestros dedos de caricias y de toques amorosos y curativos.

Que te sintamos Cuerpo amante y entregado, bendición y arrebato para nuestro ser de carne, que se cierra de compulsión y de temor, de rabia frente a la soledad y el miedo a ser dañados y tirados al margen del camino: rotos, inservibles.

La conversión que te imploramos es que nos regales ojos, oídos y manos para ver, oír y tocar tu nuevo rostro, que no se nos hurte sino para la sorpresa de encontrarte de nuevo entre los árboles del nuevo Edén de tu humanidad.

Queremos disfrutarte como exceso, como abundancia de justicia, derroche de dignidad en esta tierra nuestra tan devastada y tan estéril.

Enséñanos a elegir la pobreza, a ser compasivos, a saber aguantar, felices de que tú seas el rey de nuestro pequeño corazón.

Ensancha tú la tienda del Encuentro para que nos sintamos entre tus brazos, rendidos de amor y de ternura, abiertos ante la inmensidad de tu Presencia, ante el embate de la perennidad de tu amor.

Haznos para ti más atentos y flexibles; para los demás más íntimos y reales en sus impotencias, en sus incapacidades. No nos dejes caer en la tentación de prescindir de nuestro cuerpo para alabarte cada día, en cada ocasión, en cada encuentro.

Revélanos el querido rostro de tu amado, el de Jesús, el que llevamos impreso en nuestras pupilas del corazón, bésanos con sus labios en la frente, en la mejilla, en nuestras manos tendidas a tus pequeños.

Empápanos en tu ternura para que podamos ser enteramente tuyos y dejar que los demás nos curen también con la suya, la tuya… Amén.