Cuerpo que se deja comer

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En la fiesta del Corpus muchas calles se llenan de flores y la custodia recorre los pueblos y ciudades como paseando en Galilea.

Todos los sentidos se ponen en juego y se recrean, salvo el más fundamental que es el gusto.

Nuestro Dios es fundamentalmente comida. Alimento palpable y cotidiano (el pan nuestro de cada día y el vino generoso que alegra la fiesta sin estridencias). A veces, nos olvidamos de que el banquete es la herencia preciosa que nos ha sido regalada.

Pan y vino que contiene la vida de Dios para nuestras existencias. Siempre en común, ligadas por los lazos de una esperanza de millones de rostros y anhelos. Todos distintos y todos fraternos en un Pentecostés de manteles y palabras que van más allá de las nuestras. Tiempo hermoso de disfrute sencillo, sin grandes alardes gastronómicos, sin las complicaciones de la alta cocina, sin juicios de críticos que creen saber más que los demás.

Un banquete abierto, una invitación de caminos y cruces. Un lavatorio diario que nos recuerda lo esencial de dejarse comer y de partirse por los demás.

No es una representación teatral o una sacralidad inalcanzable por su pureza. Es la condensación de la Vida en las nuestras. En pequeños trocitos que salen del Amor que se deja comer.

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