Una de las cosas hermosas de Dios es que a todos nos regala talentos. A unos más y a otros menos, pero todos tenemos algo para negociar.
El Padre nos regala y se regala, pero también nos pide que vayamos y demos frutos. Frutos a veces incontables porque pertenecen a la esfera del amor, a las relaciones distintas que hace brotar el Reino.
En todo ello no se admite la tacañería, el guardarse, la comodidad de la seguridad. El Padre nos imagina como audaces inversores que asumen el riesgo. No se trata de especular con nuestras vidas, sino de entregarlas en lo pequeño, en el día a día que no exige heroicidades y si donaciones sencillas.
La fidelidad de las cosas pequeñas es la más complicada y más si le añadimos lo de no tocar la trompeta para anunciarnos, o no poner caras demacradas por ayunos forzados (no solo en el comer o el vestir o el gastar), o la manía de contar a la mano izquierda lo que hace la derecha. Ese anonimato misericordioso sumado a la fidelidad de semilla que se entierra cotidianamente es lo que nos da forma evangélica. Es la que hace fructificar tantos talentos invisibles que incluso intuyen que en la pérdida está la ganancia… aunque no lo sepamos explicar.