«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo para que no parezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Este es el exceso de Dios que celebramos en la fiesta de la Trinidad.
Con el sabor del Espíritu derramado en nuestro paladar después de Pentecostés, hoy nos quedamos boquiabiertos con el «tanto amó». Es la sin medida desbordada del que conoce el amor desde dentro y que rompe las entrañas para hacerse todo él fecundo. No se ahorra nada para sí porque todo está entregado generosamente de antemano. Su razón de ser es vaciarse para que el grano, muriendo, dé el treinta, sesenta o el ciento por uno.
Quien así vive no juzga, porque el amor es más fuerte que el juicio. Quien así vive muere un poco cada día, pero revive mucho en la vida entregada de otros que son amados y amantes. Quien así vive es nuestro Dios de vivos que es amor extendido y excéntrico en el Padre, el Hijo, el Espíritu y nosotros. No ya tres sino cuatro que son (somos) todos.