Es sábado por la tarde, ando sola en casa y estoy trabajando sobre Madeleine Delbrêl, esa mujer laica de la que ya os compartí y que me pone en estado conversión. Con ella tengo la sensación de que aunque han pasado más de veinte años desde aquellas «cuatro de la tarde» (cf. Jn 1, 39) apenas he comenzado a vivir de verdad el Evangelio. En esas estaba cuando recibo un email de México, de una mujer con la que me he ido comunicando en estos años y que me envía este pequeño texto de Antonio García Rubio, ella no imagina que lo conozco y que lo quiero, es un hombre entrañable y de corazón sabio, muy humano. Él dice: «No hay que buscar fuera. No hay que irse a lo espectacular. Dios es la máxima simplicidad y el máximo don. Bendito seas por regalarnos tanto. Eres apenas un murmullo imperceptible que nos llena el alma y nos la deja tan apegada a Ti que ya no es posible separarla nunca jamás».
De pronto siento ganas de detenerme, de quedarme ahí, bebiendo de ese murmullo; de dejar que se acallen las palabras y los miedos y abandonarme en ese Amor que no cesa. Permanecer ahí, llevar ahí a la gente que quiero, a la gente que sufre, a tantos rostros que necesitan recibir amor y que están heridos por no poder experimentarlo a tiempo. Pensaba escribir algo acerca del Adviento y ¡ya veis! La tarde que nos regalamos me ha llevado por otros lados. Había recogido también unas palabras que me habían tocado de André Depierre, un sacerdote francés que murió hace sólo unos años y que, después de más treinta como cura obrero, declaraba en una entrevista: «La condición fundamental para evangelizar es que sepamos ver las maravillas de humanidad que viven los más pobres, el rastro de Dios en ellos. Recuerdo una frase de un grupo de trabajadores árabes el día del Ramadán: “Tú eres un hombre de Dios porque te fijas en nosotros”. Antes que nada tenemos que ser contemplativos. Si la Iglesia, si nosotros, no comenzamos por reconocer el trabajo del Espíritu sobre el terreno, ¿quién lo verá?…». Y siento que es verdad y que necesitamos transitar con otras y otros hacia esa cueva, en un descampado a las afueras de Belén, para que nuestros ojos se eduquen en su rastro. Él nacerá allí en los rostros de todos los niños refugiados de nuestro mundo: filipinos, afganos, sirios…En ellos nos revelará la máxima simplicidad y el máximo don, y eso nos bastará.