Escribe Paul Claudel, haciéndose eco de la parábola del hijo pródigo, que el Padre, cuando lleguemos definitivamente a su casa (a nuestra casa), nos reconocerá por nuestro olor ya que tendrá los ojos arrasados de lágrimas porque el hijo pequeño volvió a su hogar.
En este hogar siempre abierto tenemos nuestra morada definitiva. Definitiva no sólo como la última de muerte y de vida, sino como la de ahora, de cada instante. Es muy hermoso sentirse pródigo, en la segunda acepción de la RAE: «Que desprecia generosamente la vida u otra cosa estimable». Porque una vez que caes en la cuenta (más bien que te hacen caer en a cuenta) vives esa vida como regalo, como entrelazada con otras muchas. Pasas del desprecio sin sentido a la generosidad de la entrega o como nos decía Jesús el pasado domingo: al olvido de uno mismo. A un olvido de regalo y no de desaliño, a un olvido consciente y de recuerdo: de historia de salvación común extensa en el tiempo y el espacio.
Ojalá que siempre volvamos a esa morada permanente del hoy y del mañana. Ojalá que nos sintamos pródigos muchas veces, volviendo rotos y agotados y dejándonos agasajar por ese Padre increíble que sigue teniendo los ojos llenos de lágrimas y que hace fiesta (fiesta grande) cada vez que volvemos. Que volvamos siempre.
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