De boda

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A algunos les escandalizaría ver a Jesús de fiesta, con los amigos, celebrando el amor de unas personas, disfrutando. Esa capacidad de disfrute infinita que tiene el Dios extremamente humano.

Imaginaos con que profundidad debió de vivir Jesús todas las cosas hermosas que podemos vivir nosotros. Todos esos sentimientos y anhelos, todas las vivencias deliciosas que nosotros podemos llegar a vivir parcialmente, a intuir unos segundos, en esos raros desvelamientos que nos son regalados por un tiempo limitado.

En Jesús todo ello surge con esa fuerza inconmensurable de un exceso que solo puede proceder del Dios de la vida. Esto lo pueden entender vitalmente muy pocas personas, esos que llamamos místicos; esos hombres y mujeres excesivos que pudieron saborear en pequeñas dosis la inmensidad del amor sin límites.

Todos ellos pueden comprender este signo de Jesús en Caná. Ese convertir el agua en vino bueno, en vino también excesivo, en vino que recibe el reproche de que se tenía que haber servido antes. Pero el vino de Jesús llega cuando llega, sin cálculos utilitarios, sin importar las formas o la lógica del quedar bien.

Ese signo poco importante, algunos dirán que desperdiciado (es mejor curar a un paralítico o dar la vista a un ciego) Pero Jesús, por medio de María (la que está al tanto de todo lo pequeño), hace el gran milagro diminutivo de mantener la alegría en un día de boda. El milagro inútil (dirán algunos) de hacer que la fiesta sea todavía mejor aunque los paladares no puedan saborear ese nuevo vino magnífico. Desproporción de lo irrelevante feliz.

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