No pensáis como Dios

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Pedro toma la palabra y se equivoca, una vez más. Cree que el camino del evangelio ha de ser otro, no el debilidad y el fracaso, que da paso a la fuerza del amor resucitado y resucitante.

Por eso Jesús le recrimina con una expresión tan dura: «Apártate de mi Satanás». No es que solo se equivoque Pedro por un poco, sino que está en el camino contrario, en el camino del antireino, de la búsqueda de las ganancias, de la aprobación de los otros, del poder fácil del triunfo inmediato y apabullante.

No sé si nosotros seguimos algo de ese camino equivocado. La búsqueda de lo útil y de lo eficaz convierten nuestras acciones pastorales (y de nuestra vida, no pocas veces) en un funcionamiento mercantilista y empresarial. En un exigir resultados, en un modelo de hacer por encima de otras cosas, en un dejar de lado lo fundamental porque no rentabiliza el tiempo o la acción. No hablo de cruzarse de brazos y esperar sin más a que todo venga hecho. Hablo de una preocupación por las personas en lo que son, tal y como son, con sus luces y sus sombras (como las nuestras). Y no utilizarlas como mercancía útil por muy santos que puedan parecer nuestros planes evangélicos.

Quizá sea tiempo de pararse, de cerrar los ojos y de revolver los sueños. De atreverse a decir que no tenemos la última palabra en nada y que muchas veces estamos perdidos. Que lo acertado no va a venir de una vuelta al pasado en las formas y en los medios fondos que buscan de nuevo el control de las conciencias y la aprobación de las filacterias alargadas y de los puestos de honor. Volver a sentarnos en las partes de atrás de los banquetes, de las que nunca deberíamos habernos movido y esperar a que el que invita nos llame. Lavar los pies y no las copas y las jarras. Dejar de lado ideologías, de un lado o de otro, que no hacen otra cosa que disfrazar nuestros miedos y mentiras.  Y, sobre todo, creer en las personas, con esa fe que sabe dejar de lado lo que es opcional y sumergirse en la debilidad fuerte de lo que somos. Y en el pecado ser misericordiosos, como nuestro Padre del cielo lo es, no como oportunidad de punición y de decir para los adentros «yo no soy como ese o como esa». En lo profundo sí que lo somos y por gracia de Dios.

 

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