Un espíritu no tiene ni carne ni huesos…

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Jesús resucitado, una vez más, en medio de la comunidad de seguidores miedosos. Una vez más saludando con el deseo de la paz, que no es una casualidad ni una mera formulación de etiqueta.

Y en el caso del Evangelio de este domingo dejando muy claro que también es carne que se palpa y que se alimenta. La resurrección no anula la corporalidad, no convierte el ser de Jesús en un espíritu, en un fantasma, en algo inconcreto y sin contornos definidos.

La carne del Resucitado sigue siendo eso que era: no un mero contenido de la divinidad, una envoltura, un disfraz, sino que sigue siendo el mismo Jesús con su corporalidad,  aunque transformada.

Dios, en la persona del Hijo, sigue siendo carne y huesos: Tocadme… mirad… dadme un trozo de pescado para comer… No se deshace de su ser corporal, como a muchos les hubiera gustado, para transmutarse en espíritu inasible, no. La encarnación de la Palabra sigue estando vigente hoy y a eso estamos llamados también nosotros: Creo en la resurrección de la carne… No sólo en ese alma intocable tan del gusto de los griegos y de la filosofía medieval, no. Hubiera sido mucho más fácil de explicar así, mucho más sencillo decir que es sólo el alma la que va a gozar de Dios. Pero Dios no quiso deshacerse de esta carne amada y débil que es esencia de su ser en el Hijo amado.

Y nosotros, como los discípulos, debemos ser sus testigos, testigos de carne gozosa y débil llamada a transformase en carne fuerte, pero carne.

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