Entre los millones de palabras que nos llegan todos los días, en medio del ruido de la ciudad, del ruido de nuestros corazones, del ruido de la vida… Nos llega el eco lejano de dos silencios casi olvidados.
En este Viernes Santo se cuelan, entre las junturas cansadas de nuestros cuerpos, los silencios silenciados de lo que fue y sigue siendo a nuestro pesar, los silencios del Dios que es Palabra.
Íntimamente unidos, entrelazados para siempre, escuchamos lo inaudible de dos momentos en los que la carne de Dios se hace debilidad absoluta y escandalosa, debilidad de ausencia, de violencia, de fracaso y de futuro presente.
El primer silencio en Belén. Un bebé que llora y que abre sus ojos recién estrenados a la maravilla de la noche, con millones de estrellas que sonríen , en una lejanía cercana de lo que ya les es conocido en el principio de la Creación del mundo. Un niño frágil, como todos, carne preñada de esperanza, en la blancura de lo que todavía se ha de escribir sobre ella. Carne abierta en la ternura desproporcionada de lo recién estrenado, en el calor prestado del regazo materno, que se goza en el disfrute de lo que le fue regalado por la sombra de la Gloria del Dios de la vida. Algo que no puede entender pero que guarda en su corazón generoso.
Silencio
Silencio nuevo contra todo pronóstico. Mesías que no es poder, ni palacio, ni signo inequívoco, ni imposición apabullante, ni estruendo de trueno… Solo silencio remansado en la alegría de un nacimiento cualquiera, en un lugar cualquiera, alejado de cualquier centro de decisión, en una esquina olvidada del gran Imperio Romano.
Silencio
Y el segundo silencio, el de esta noche, ese silencio que brota de una vida que ya dijo todo, que ya dijo con lo que hizo. Silencio de final, anticipado por esa existencia que fue todo darse, de ese grano de trigo molesto que ya había dado mucho fruto: el ciento por uno del cariño. Silencio elegido, no impuesto por la sinrazón del que quiere oír la última explicación de un condenado para tranquilizar su conciencia raquítica.
Silencio del cordero que no entiende por qué el amor da, como fruto de unos cuantos, el agraz de la aniquilación. Silencio extenuado del abandono de los suyos, del dolor inmenso de la duda final, de la pregunta del por qué tiene que ser así, de la petición de dejar de lado el cáliz de amargura que es expresión de una carne en agonía hasta las lágrimas.
Silencio
Silencios de los recuerdos de lo vivido durante 33 años, con esa intensidad que solo puede venir de lo plenamente divino, de lo plenamente humano. Silencio entretejido de ensoñación de lo que fue, dibujado en la retina con los rostros de los que había amado hasta el extremo, hasta el extremo.
Bienaventuranza encarnada y escarnecida. Vida con necesidad de vivir exageradamente, triturada. Sueño de Dios robado. Entre los gritos hirientes de la gente, nacen palabras silenciosas que suenan en la lejanía del recuerdo,: yo tampoco te condeno, quien esté libre de pecado, no he venido a condenar sino a salvar, os digo que éste salió justificado y el otro no, hoy se cumple esta escritura, a ti te lo digo levántate …
Sabor metálico de sangre en la boca, de esa boca que bendijo, de esa boca de denuncia de una caricatura de un dios que no era compañero del ser humano, sino su enemigo y su miedo.
Silencio
Y el último silencio, el del madero, el del desgarro de la carne del bien, el reflejo de una venganza que quiere borrar lo que ya es eterno con un gesto estúpido de destrucción. Las últimas burlas, las últimas provocaciones, las últimas bocanadas de ese aire hermoso. Y la última palabra inaudible para la barbarie: A tus manos encomiendo mi espíritu.
La última palabra silenciosa de ese abrazo sanador, de esa vuelta al hogar, de esa carne traspasada para siempre, eternamente, por la violencia que hoy se sigue repitiendo. Silencio en la carne de Dios que restaña las heridas, que envuelve el dolor con el manto de la ternura, que hace nuevas todas las cosas, que ya es, para siempre, fuerza en la debilidad. Oscuridad.
Silencio
Y María, la madre, que contempla estremecida ese silencio que se palpa. Que alarga sus brazos para acoger la carne de Dios escarnecida. Que abre su corazón, una vez más, al silencio silencioso del amor de un hijo frágil que busca el calor de su regazo, como había pasado hacía tiempo hacía tiempo en Belén.
Silencio