domingo, 28 abril, 2024

Pararse y correr

El viernes pasado el evangelio que acogimos fue ese reproche de Jesús a quienes eran hábiles para descubrir que se avecinaba tormenta leyendo las señales del cielo (evidentes para quienes viven de la tierra) pero incapaces de reconocer la trascendencia de lo que estaban viviendo. En la homilía, el sacerdote nos invitó a pararnos para acoger la bendición que Dios nos regala en cada momento presente y que no siempre reconocemos porque andamos huyendo de nosotros en una carrera vertiginosa.

Lo gracioso es que, mientras le escuchaba, me venía a la cabeza una breve conversación que había tenido unos días antes con una desconocida en el metro. La gente que llenaba el vagón se hacía la remolona para ir hacia el fondo y, de este modo, poder salir primero en la siguiente parada: una estación con un intercambiador de donde salen autobuses hacia el extrarradio de Madrid. Y ella me dijo que antes no lo entendía pero que, desde que tenía una niña pequeña, comprendía muy bien porqué esta ansiedad por “adelantar puestos”. Me dijo que llevaba dos días en los que no había podido llegar a tiempo para tomar el autobús que estaba a punto de salir y que, como consecuencia, llevaba esos mismos días sin poder ver despierta a su bebé… y que hoy estaba dispuesta a llevarse por delante a quien se interpusiera entre ella y ese bendito autobús que le llevaba a casa. La conversación duró apenas una estación, hasta que salió como alma que lleva el diablo a la caza y captura del deseado regreso al hogar. Y todo esto volvió a mi cabeza mientras escuchaba la invitación a “pararnos” de nuestras prisas para poder ser alcanzados por ese Dios que nos sale al encuentro.

Lo más curioso es que no me pareció contradictorio… sino todo lo contrario. Sólo cuando nos sentimos alcanzados por ese Dios que dice bien de nuestra vida, nuestras velocidades tienen sentido. Esa mujer había encontrado sentido a esa carrera precisamente por la bendición que es su hija. Pararse para recibir… y recibir para salir corriendo. Ojalá este vivir “al trote” tan característico de la Vida Religiosa se parezca al de la mujer del metro…  ¡imposible sin habernos parado a acoger la bendición!

 

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