La erótica de los papeles

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Hace ya varias décadas, cuando el inolvidable Pablo VI escribió su “Populorum progressio” en 1967, corrió un chascarrillo en los ambientes clericales: se hablaba de la “papelorum progressio”, remedando el título de la gran encíclica social de Montini. Han pasado, por tanto, muchos años, incluso décadas, desde que el tema de los “papeles” como una especie de escenografía inevitable en la pastoral, especialmente en el ámbito sacramental, preocupaba a los sacerdotes del momento. Los “papeles”, la burocracia, la “administración” de la vida sacramental, parecían aspectos insustituibles y hasta imprescindibles en toda praxis de la vida cristiana.

Tengo la sensación de que seguimos igual, incluso peor. Al menos en la mayoría de nuestros laicos, esos que llamamos -no sé muy bien por qué se les adjetiva sólo a ellos de este modo- “los fieles laicos”, el tema de la necesidad de papeles sigue teniendo cierta importancia. También entre los clérigos, por supuesto, y seguramente con más ahinco y notoriedad. Es habitual que cuando un matrimonio viene a solicitar el bautismo para su niño/a la pregunta que no falta es: “¿qué hay que traer?”.  O cuando una pareja viene a solicitar el sacramento del matrimonio, tampoco se echa en falta una inquietud similar: “¿qué hay que hacer para casarse?”. Lógicamente, en estos casos, como en otros, se está pensando en papeles, certificados, partidas, documentos, autorizaciones, y en ocasiones, un sin fin más de “papelorum”.

Me vienen a la mente una de tantas expresiones de Francisco en su últimamente tan denostada encíclica por determinados sectores: “El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo” (EG, 34). La cosa está clara: tantos requisitos, tanta documentación previa, tantas autorizaciones y legalizaciones, a veces no acompañados de una acogida cordial y empática,  para poder recibir un sacramento, o simplemente para ser matriculado en un Colegio “religioso” donde se exige la partida de bautismo, al menos “distraen” lo esencial (el Mensaje del Evangelio) de lo “accidental o accesorio”, seguramente importante, pero siempre secundario, flexible y de menor, infinitamente menor, trascendencia. A veces tengo la sensación de que, -con una vulgar expresión- “volvemos loca a la gente” con tantos requisitos burocráticos que aparecen -o presentamos- como “inevitables e indiscutibles” para la praxis sacramental, o como decía antes, incluso para ser matriculado en determinados Colegios religiosos (muchos de ellos concertados con el Estado). Tengo la sensación -es sólo una impresión- de que la cortina burocrática responde, seguramente de un modo inconsciente, a cierto afán de  control, a priorizar la administración y la organización parroquial,  sus archivos y sus listados al respecto, a la infantil obsesión por el número y la estadística eclesiástica, o, a lo que sería peor, a “darle cierto cuerpo”, “hacer algo” fehaciente y objetivo, ya que la evangelización como tal, previa a la recepción sacramental, aparece tan desdibujada y hasta anémica en la gran mayoría de nuestros cristianos que, sin duda con buena voluntad y fe suficiente, solicitan sacramentos donde prevalece más el factor sociológico y  familiar que la expresión de fe, esa sí imprescindible, a la hora de recibir un sacramento.

Nos dice Francisco en su Evangelii gaudium, recordando la Conferencia del CELAM: “Ya no nos sirve una ‘simple administración’. Constituyámonos en todas la regiones de la tierra en un ‘estado permanente de misión’” (EG, 25). De eso se trata: de ir formando comunidades parroquiales mucho más evangélicas, menos imbuidas de aspectos administrativos o burocráticos, unas Iglesias más misioneras, más evangelizadas, y, por supuesto, más solidarias y caritativas. De lo contrario seguiremos pareciéndonos a ciertos organimos estatales que nos aburren y saturan con una interminable solicitud de papeles y documentos, firmas y números, que a la larga sólo pretenden mantener instituciones a veces vacías de contenido y de sentido de servicio a la gente.