Nadie se escandalice si digo que, en principio, no tendríamos por qué preguntar acerca de la existencia de Dios.
Que se afirme o se niegue esa existencia, en principio, podría dejarme tan indiferente como indiferentes quedan ante ese nombre el asfalto de las calles, las plantas del jardín o el gallo que alerta cada noche a todo el vecindario, aunque de todo eso Dios sea el creador.
Entonces, ¿qué es lo que me empuja a decir Dios? ¿Por qué vivo pendiente de él? ¿Por qué Dios ha ocupado, como si fuese una pasión amorosa, todos los rincones de mi vida?
No es porque existe: ¡Es porque nos habla!
Con lo cual, en el corazón de nuestra fe, en el corazón de nuestra vida, se sitúa, no la idea de Dios, sino la voz de Dios, la palabra de Dios, el Dios de la palabra, el Dios que nos habla: “Ojalá escuchéis hoy su voz: No endurezcáis vuestro corazón… Porque él es nuestro Dios, y nosotros somos su pueblo”.
Grabadlo, queridos, en el frontispicio de cada una de vuestras iglesias: «Ésta es la casa de la palabra de Dios».
Grabadlo en el corazón de cada comunidad eclesial: «Somos el pueblo de la palabra de Dios».
Grabadlo en la memoria de vuestra fe: «Somos hechura de la palabra de Dios».
De Dios hemos nacido escuchando, en Dios crecemos escuchando, y, desde la fe, un día, porque hemos escuchado, nuestras vidas se abrirán en el cielo a la dicha de una eternidad de amor.
La creación habla de Dios, o si preferís decirlo de otra manera, Dios nos habla en su creación: “Ojalá escuchéis hoy su voz”.
La historia de la salvación habla de Dios que se ocupa de su pueblo: “No endurezcáis el corazón”.
El profeta lleva en su boca palabras de Dios para ti: No las ignores, no las desprecies.
Para todos los necesitados de salvación, la Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre nosotros, vino a los suyos, vino a enseñar, a curar, a perdonar, a salvar, y, con su venida, “a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”; con Jesús de Nazaret, “el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande”.
De esa luz, de esa palabra, de ese don, de su Hijo, el Padre que nos lo ha enviado, nos pedirá cuentas.
No lo olvides, Iglesia convocada a la Eucaristía: somos un pueblo que escucha la palabra de Dios, una comunidad que escucha al Hijo de Dios, –lo escuchamos sobre todo en el misterio de la Eucaristía y en el cuerpo de los pobres, tanto que, con verdad, se nos podría llamar “pueblo de la Eucaristía y de los pobres-.
No olvides tampoco que de esa palabra, de ese Hijo –si creemos en él, si comulgamos con él, si cuidamos de él-, habremos de rendir cuentas.
Y aún he de recordar otro gran misterio: En tu boca, Iglesia de Cristo, el Señor ha puesto sus palabras; en tu boca el Señor ha puesto su Palabra; en ti ha derramado su Espíritu; el Señor quiso que fueses realmente cuerpo de su Palabra, cuerpo de su Hijo.
Considera tu dignidad, considera la grandeza de las obras que el amor de Dios ha realizado en ti. Y considera tu responsabilidad: No digas palabras que no sean de Dios. No digas palabras que no sean Cristo.