Hoy nos encontramos con un Evangelio muy bello, una colección de dichos de Jesús sobre la comunidad. Es la fuerza del acuerdo, de estar reunidos, de la escucha. Todas realidades tan necesarias pero, a la vez, tan difíciles. Este es el núcleo de nuestra fe: el Señor Jesús no está sólo en la pequeña intimidad de uno mismo sino, sobretodo, en lo plural, en lo coral.
Un Señor Jesús que llega a dar la responsabilidad y el servicio de «atar y desatar» en cielo y tierra a esa comunidad frágil y débil, como también se la había regalado al frágil y débil Pedro. Y no es un ponerse de acuerdo entre nosotros, sino intentar ver y conocer cuál es la voluntad del Padre, cuál es el abismo de misericordia que habita el corazón del mismo Dios. No es poder de la empresa o de la política o del juez. Es el poder-servicio del amor, de la fe en la esperanza, del sueño del Reino. Tantas veces nos confundimos en ello. Tantas veces nos erigimos jueces inmisericordes parapetados en pretendidos bienes supremos, tantas veces ponemos la ley (suele ser la nuestra) por encima del ser humano («No está hecho el sábado para el hombre sino el hombre para el sábado).
Y cuando leemos el paseje de la corrección fraterna nos situamos en la parte de los que corrigen (como en la adúltera en la parte de los que cogen piedras aunque ni siquiera nos atrevamos a decírnoslo).
Hagamos la prueba a ponernos del otro lado, en esos empecinamientos que todos tenemos y que no suelen ser visibles, públicos. Pongámonos en esa capacidad que todos tenemos también de escuchar, de acuerdos profundos y vitales, de pedir al unísono no lo que quiero sino lo que nos conviene a todos, de tener un solo corazón y una sola alma, en lo esencial no en lo exterior o formal. Pongámonos a ser comunidad, abierta, libre, fraterna, acogedora, portadora de llaves de bien, de amor sin límites… Pongámonos.