NÚMERO DE ABRIL DE VR

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Pascua, el idioma de la verdad

Cristo, alegría del mundo, ha resucitado. La tensa espera, el anuncio entre sombras, se hace luz llenando de esperanza todos los rincones de humanidad desnuda y rota. La muerte ya no es muerte y el fracaso de la humanidad, revierte en vida. Tenemos miles de expresiones de alegría, nos felicitamos la vida y celebramos la vida.

La pregunta, sin embargo, es ¿qué vida celebramos? o ¿con qué anhelo de vida llegamos a la Pascua? o ¿qué realidad tiene la afirmación de que vivimos una nueva vida en Cristo?

La espera de la resurrección es siempre creativa y difícil. Se entrecruzan tantos signos de esperanza como de costumbre; tanta vitalidad como inercia. Somos los hombres y mujeres de esta era grandes consumidores, también de ciclos litúrgicos. Poco nos sorprende y, casi siempre, sabemos lo que viene. Tiene que ocurrir algún acontecimiento, que nos afecte personalmente, para trastocarnos la espera o lo sabido. Lo ideal es que la Pascua fuese el acontecimiento personal de tal envergadura que hubiésemos amanecido personas nuevas. ¡Sería fantástico! ¡Sería la Pascua!

Ocurre, por el contrario, que nuestras palabras de Pascua están plagadas de «cuaresmas incompletas», de proyectos inacabados, de sensaciones confusas y de convicciones sin resurrección. A lo peor, como en tantas otras ocasiones, también la Pascua nos ha pillado por sorpresa. Y no ha sido por falta de aviso, cuarenta reiteraciones de preparación no han servido para amanecer sonriendo a la creación renovada en Cristo. ¡Qué será tan fuerte en la costumbre que consigue amortiguar la luz cegadora de la resurrección! Tantas seguridades o inseguridades concretas, numéricas y prácticas, que consiguen poner entre paréntesis la poética seguridad de que lo nuestro es otra vida, otro estilo, otras relaciones, otro amor.

La fiesta de la Pascua es la fiesta de la humanidad renovada. La fiesta del todo es posible en Dios. La fiesta de la humanidad reconciliada. La fiesta del reino. Es la fiesta, por excelencia, de todos los discípulos y, en especial, de los consagrados que necesitan reconfigurarse después de la dispersión por el miedo o la debilidad o las sombras. ¿Qué sería asomarnos a una Pascua con esencia de vida? ¿Qué supondría pasar del texto de resurrección al escenario de la vida como resucitados? Probablemente estaríamos ofreciendo gestos personales, con sabor comunitario, que todos entienden y, más probablemente, inauguraríamos un estilo de vida religiosa mucho más natural que aquel, que la pre-pascua ha configurado.

Imagino y sueño, que si viviese en Pascua viviría una vida de oración sin medidas y tiempos, porque estaría en el gozo de la vida en plenitud por encontrarme con Él. Experimentaría un amor tan humano como divino que me llevaría a darme a todos, sin cálculos ni simetrías absurdas, injustas o ficticias. Gozaría con la pobreza de no necesitar nada y mis palabras serían expresión real de lo que vivo al lado de los más pobres que buscan salida. Sería tan libre que no estaría buscando aquellas seguridades que compensen la dureza de la provisionalidad. Imagino que dejaría de hablar del valor de la comunidad desde principios teológicos, para experimentarla viva en mí. Descubriría que la misión no son slogans, campañas, reuniones o congresos… para aprender a dialogar con la creación. Dejaría de crear palabras, para escuchar la Palabra que, en verdad, me llega a través de las vidas normales del entorno. Seguramente, aprendería a dejar algunos tópicos sin vida, para empezar a acariciar lo que está vivo, donde se manifiesta el reino. Me arriesgaría a saber a qué sabe el «olor a oveja», la «periferia», «salir al encuentro» o «ser hospital de campaña» en lugar de contarlo, fotografiarlo y usarlo para quedar bien. Seguramente el comienzo de una vida en Pascua –como me decía alguien poco antes de morir– pase por algo «tan pobre como un apretón de manos, una palabra de perdón, un silencio oportuno o una palabra que adeudo».

La experiencia de la Pascua ha de sentirse en las entrañas de cada uno y necesita abrirse a una experiencia compartida que grite posibilidad y novedad. Pero si algo teme la vida consagrada es lo nuevo. Aunque pretendidamente, hablemos de cosas nuevas, escenario nuevo, nueva vida. No es que estemos ciegos, pero no es tan seguro que queramos ver. De momento –solo de momento– la «cosa» aguanta, pero en conjunto, irradiamos aparente adaptación que es parálisis… eso sí, con mucho análisis.