DE LA ACLAMACIÓN A LA CONDENA

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En la vida de las personas cabe casi todo. Luz y oscuridad, acierto y error, afirmación y negación, verdad y mentira se tejen en la existencia de manera que casi vivir, puede traducirse por enderezar, caminar, reconstruir o discernir.

La verdad inequívoca de Jesús, el hijo de Dios, conduce al pueblo a seguir con entusiasmo al que puede ser la liberación. El júbilo, sin embargo, desaparece en cuanto aparece el esfuerzo del día a día en la verdad. Muy probablemente, la aclamación de quien es Rey, busca la compensación de que no haya esfuerzo, ni constancia, ni tesón. La solución sobrevenida, el éxito sin ningún tipo de respuesta.

Resulta, sin embargo, que el seguimiento es respuesta, es dar razón de sí. Es situarse. Algo verdaderamente complejo, porque cuando uno se sitúa respondiendo, también se posiciona. Rompe con la ambigüedad y se significa. Y aquí está la cuestión, seguir es confesar, situarse, tomar partido.

El problema de los discípulos, o cristianos o consagrados, no es la falta de emoción puntual ante la proclamación de la libertad del reino de Dios, el problema es mantenerse en ese convencimiento en cada instante de la vida, en cada respuesta y acontecimiento, en cada situación por ambigua que se presente. Es la profecía de comprender el Reino, no intelectualmente, sino existencialmente. No es adhesión a unas ideas, sino una afirmación en totalidad y para siempre, una auténtica configuración. Y ahí sí tenemos una dificultad presente, actual y casi ontológica. La persona de nuestro tiempo, se adhiere puntualmente a ideas de relumbrón, a alegrías pasajeras, a admiraciones efímeras… todas perfectamente situadas y organizadas como los estantes de un supermercado. Todo posible, mientas la vida no tenga que configurarse de otro modo, o no necesite convertirse, o no hay que cambiar ni la forma de pensar, ni el estilo de convivir ni la pasión por perdonar. La vivencia de la fe y de la consagración desde principios epidérmicos, posibilita vivir muchas cosas, muy diferentes, sin necesidad de grandes cambios. Es el milagro de nuestro tiempo de participar de muchas pertenencias, sin necesidad de tener que dar, a ninguna de ellas, el corazón.

Hemos llegado a la gran semana. La semana de la verdad y del amor. La semana donde las palabras valen en tanto en cuanto expresen vida. Por qué la doy y a quien la doy. La semana de la entrega el compromiso y los valores que no se corrompen ni caducan. Pero puede ser también una semana de consumo, en la que remuevo valores sabidos, historias vividas y gestos ya cansados. La semana en la que secretamente me puedo decir, «ya se lo que va a pasar, ya sé lo que voy a dar…» sin sorpresa, ni discusión; sin cambio ni conversión. La semana donde me cabe la confesión, la condena y el perdón sin que el corazón necesite moverse un centímetro de donde está.

Es la semana, por el contrario, que me pide recuperar lo que hay en mi vida de santo. Lo que me capacita para entender el idioma de Dios. Aquello no corrompido de exageración y búsqueda, de verdad y amor. Lo que queda en mi existencia no gastado ni acostumbrado. Lo que no ha vencido el comercio de los méritos, que tan frecuentemente ha ido situando la gracia, lo gratis, en los, márgenes de la vida, allí donde solo queda literatura. Es la semana santa, el tiempo de ceñirse la cintura, asumir la verdad y agradecer, aún con lágrimas que, en nuestra vida, en la de cada uno, caben juntas la aclamación y la condena, la verdad y la ambigüedad, la limpieza y el rencor. Es la semana en la que todo puede abrirse a una nueva comprensión y justicia; la que nos viene, la de Dios. La semana que nos pide vivir, intensamente, sin saber qué va a pasar. Disfrutar la incertidumbre de que la gracia se desvele otra forma de vida…